Algunas relaciones amorosas son como los enfermos terminales. Los máximos cuidados y esfuerzos sólo consiguen impedir que se mueran, pero no logran hacerlos vivir. Se mantienen por años al borde del abismo, sin ninguna esperanza y en una agonía perpetua. No arriban, ni florecen, ni reportan amor o satisfacciones, pero no terminan de acabarse nunca.
Los consortes las estiran hasta el infinito, sin destino, sin ilusiones, sin futuro, empatando el tiempo para que pase luego, resistiéndose a dejar libre a quien, sienten, los hace infeliz. Siguen juntos por rabia o por miedo a la soledad, o por angustia frente al vacío, o por costumbre, o por deber, o por mantener las apariencias, o por la familia, o porque les es imposible desertar la relación después de haber invertido tanto en ella. No son capaces de hacer la pérdida.
Enfrentar crónicamente una situación inconclusa, incierta, que aparece sin solución y se prolonga por años, puede llevar a severos cuadros depresivos. Las personas experimentan sentimientos de angustia persistentes, síntomas psicosomáticos y una frustrante sensación de estar pegados y detenidos en el tiempo.
Se sienten malogrados, frustrados, rabiosos, sin destino e incapaces de reorganizar sus vidas. Ya no creen en la relación ni tienen las energías para hacer más esfuerzos. Han perdido la fe y se dedican día a día a acumular evidencias de que la situación ya no da para más. El otro se ha convertido en un mal menor, en una compensación transitoria a la soledad.
Ya nadie espera nada; las luces del amor se apagaron y hace a rato que están a oscuras. Se anticipa el fracaso y cada conversación termina peor que la anterior. Los que antes se amaron, ahora se desgastan construyendo cotidianamente ruinas.
En las relaciones moribundas los consortes experimentan el vínculo como habiendo sufrido daños y desengaños irreparables. Sin embargo, se sienten responsables de mantener vivo un amor al cual ya le extendieron un certificado de defunción.
Se debaten con mucha ansiedad entrampados entre las mismas alternativas de siempre. Matar la relación, de lo cual deben hacerse responsables y afrontar sus dolorosas consecuencias, o hacerla vivir, lo que implica prolongar la agonía, la soledad y el deterioro.
No se atreven a dejarla morir del todo, lo que eventualmente podría permitir un trabajo de duelo y una salida progresiva al dolor, ni tampoco permiten que de verdad ésta sea restituida en su integridad vital. La relación amorosa, en este estado intermedio entre la vida y la muerte, se convierte entonces en un interminable motivo de culpa y preocupación.
Es demasiado difícil pasarse la vida debatiéndose entre la vida y la muerte de una relación. No sólo cansa, sino que también daña y destruye. Por eso, Ud. debe indagar en su corazón hasta entender qué es lo que lo mantiene cautivo en círculos viciosos sin salida, y penetrar sin temor allí donde ya entró el desaliento.
Quizás si entiende sus motivaciones pueda hacer realmente un cambio. Incluso es probable que si deja salir los fantasmas que están atrapados en ese espacio sofocante en que se ha vuelto la pareja, aún pueda rescatar el amor. Si se encaran los problemas de frente y se les busca solución acaso todavía sea posible.
Evalúe la gravedad de conflictos y vea si a pesar de todo merecen una nueva oportunidad. Pero no siga ya más como muerto en vida, colmado de dudas y haciéndose trampas a sí mismo. O le pone al amor energía de verdad con el objetivo franco de reencantarlo o lo deja partir de una vez. Lo que no puede, porque lo agravia, amarga y confunde, es creer que se está haciendo todo lo posible para salvar su relación cuando en el fondo le está preparando un funeral.
Pasarse la vida cavando fosas donde enterrar el amor destruye el alma. Y hace perder el tiempo. Saque fuerzas de flaqueza y vuelva pronto a la vida. Atrévase, no tenga miedo y dé un paso hacia adelante. Encontrará a muchos dispuestos a apoyarlo.