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“Puedo ser puntal, pero una vez que pasa, me tienen que recoger con pala”

26 de Abril de 2006 | 17:38 |
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María Eugenia Hirmas creció en el seno de una familia tradicional y de profundas convicciones, donde la tolerancia y el respeto a la diversidad tenían cabida. Su padre, hijo de palestino y su madre, nacida en Jerusalén, sufrieron, en plena UP, la expropiación de sus tierras y de Algodones Hirmas cuando uno de sus yernos apoyaba fervientemente al gobierno que propiciaba tales medidas. A pesar de ello y de haber tenido que partir a México, los Hirmas separaron aguas y siguieron acogiendo a su hija y su esposo, Sergio Bitar, miembro de la Izquierda Cristiana.

En esa escuela se formó Kenny, un derivativo de Quena que María Eugenia americanizó. Y esa formación se vio reforzada por su paso, primero, por la Alianza Francesa y luego el Liceo 7. “Los afectos y cariños siempre han sido mucho más fuertes”, afirma.

Tras 41 años de matrimonio, los Bitar Hirmas creen haber traspasado esos valores a sus tres hijos Javier, Rodrigo y Patricia, quienes los han premiado con seis nietos y uno en camino.

Las penas y alegrías que han marcado a Kenny, ella las ha tomado como oportunidades para emprender caminos de crecimiento. Por eso, su vida está llena de actividades que han ocupado esos momentos en que su marido ha estado ausente, ya sea por la prisión o por las demandas de la política.

-¿Sergio Bitar se acostumbró a tener una mujer hiperactiva?
“Son cosas mutuas. Sí él no hubiera sido tan ocupado a lo mejor yo tampoco lo hubiese sido. O tienes vida propia o te revientas casada con una persona como Sergio; él es muy activo, trabaja una tremenda cantidad de horas, nunca ha llegado a la casa antes de las 10 de la noche salvo ahora, entonces yo he tenido todo el tiempo del mundo para hacer lo que quisiera”.

-¿Y cuál es la receta para tener tantos años de matrimonio?
“Mucha paciencia…”

-¿Musulmana?
“(Se ríe) Noooo, lo fundamental es el respeto al otro. Uno tiene una cierta base en común, valores en común, pero en la convivencia es muy importante el respeto a los espacios del otro. Eso es clave, ser capaces de pasarlo bien juntos, pero respetar el espacio del otro, saber desarrollarse cada uno por su cuenta”.

-¿Gustos comunes?
“Somos muy distintos, muy distintos. Basta que Sergio me diga este libro está súper bueno para que yo diga seguramente es medio latoso (lanza una carcajada). Nos gusta comer distinto, ver películas distintas y la música distinta”.

-Él quería una mujer para la casa y se llevó una sorpresa.
“Yo creo que sí (continúa la carcajada). Yo le decía mi suegra que le faltaba poco para ponerle alfombra roja a su marido cuando llegaba a la casa y Sergio era el hijo mayor y hombre.
“No creo que haya esperado a una persona como su mamá, que estaba todo el día en la casa, sabía que tenía otras inquietudes, pero ha tenido la capacidad e inteligencia de ir aceptando mis cambios y manejarlos. Yo no cocino y cuando lo hago, no lo hago bien; cocino sólo las cosas que a mí me gustan, rápidas, pocas veces y sólo para entretenerme, sería atroz que fuera por obligación porque se moriría de hambre. Soy ordenada, pero no tanto, ni vivo en función de las cosas de la casa; no soy maniática y él se preocupa de los cambios”.

-¿Ha sido difícil estar casada con un político por las derrotas y las críticas?
“Ahhh no, eso forma parte de la política. Lo que resiento más son las ausencias en la vida familiar.
“Sabes lo que me pasa… yo me encariño con la gente y la amistad no funciona mucho en la política, porque los que están contigo ahora, van a estar contra ti después”.

Su historia es reflejo fiel de que ha estado dispuesta a postergar su vida profesional por su familia y ella asegura que “no me lo hubiera imaginado de otra manera”. El ser puntal también ha sido parte de sus roles y eso lo tiene presente como si fuera hoy.

Mientras Sergio Bitar estuvo en Dawson, no sólo debió preocuparse de que sus tres pequeños hijos de 3, 6 y 7 años no sintieran nada fuera de lugar, si no que además debió velar porque su suegra no estuviera inmersa en el ambiente deprimente que la rodeó. “El equilibrio emocional de mis hijos fue muy importante, eso lo protegí sin darme cuenta porque no fue una cosa pensada, fue como instintiva; el no crear ni odio ni cosas así”, dice.

“Sí, había que ser puntal. Puedo ser puntal y ser súper firme, pero una vez que pasa, me tienen que recoger con pala”, agrega risueña.

Kenny ha desarrollado distintos hobbies; pintó un tiempo en cerámica, pero en pleno exilio se introdujo en el esmalte en metal, técnica que la convirtió en una artista que cuenta con algunas exposiciones colectivas e individuales a su haber.

“En Venezuela conocí a Ana María Lira, que es una gran artista chilena. Me invitó a su casa y sobre su mesa habían unos adornos preciosos, se los admiré muchísimo y ella me dijo que era facilísimo, que no necesitaba saber dibujar (se ríe). Me entusiasmé y tome clases con ella y la verdad es que no dibujo”, dice.

Aunque por varios períodos no tuvo tiempo para desarrollar su arte, de vez en cuando le roba algunas horas a la noche. “Yo soy bastante nocturna”.

-¿Dónde están tus obras?
“No las he vendido, las tengo repartidas, se las regalo a mis hijos y amigos. Me cuesta mucho desprenderme de ellas (entre carcajadas). ¡Qué cosa más complicada!, pero lo que pasa es que yo no he vivido de eso, no me he dedicado a eso”.

-Pero tu colección repartida por el mundo, ¿cuán grande es?
“No lo sé, en Venezuela partí con ceniceros y cajas, después seguí con cuadros y ahora, lo último, son cosas en relieve, algo bastante más avanzado y que fue sobre una serie de miradas”.

-¿Y qué es eso de ser karateca?
“Esa es una historia muy loca que me han recordado, porque de lo que me pasó a mí (en el período de Dawson) me acuerdo muy poco, en cambio, de lo de Sergio me acuerdo todo porque lo ayude a transcribir el libro “Isla 10”. Tengo lo de Sergio vívido y de mí, un borrón”.
“Cuando Sergio estaba preso, mi amiga Marcia Scantlebury me llevó a hacer judo, las dos llevábamos a nuestros hijos y después hacíamos nosotras. Mis hijos resultaron muy buenos e incluso llegaron a competir, pero en eso mi padre murió y lo dejé. Cuando llegamos a Venezuela, busqué que ellos siguieran con el deporte, pero en Caracas quienes hacían judo estaban en una zona que me implicaba pasar por dos trancas (tacos) y sabía que a la primera no los iba a llevar más, así que terminaron en un centro de kárate.
“Bueno, entonces me dije que algo tenía que hacer y me metí en un grupo de mujeres que hacían esto un poco como para adelgazar y me lo empecé a tomar en serio. Habíamos tres que resultamos buenas y el sensei nos comenzó a entrenar con los muchachos para participar en campeonatos”.

-¿Cómo te fue?
“Hice seis años kárate en Venezuela, tengo como cinco trofeos, claro que yo era la anciana del gimnasio”.

Esta práctica fue la que le permitió después, en Washington, hacerle cursos de defensa personal a las chilenas que se reunían con la viuda de Orlando Letelier. Ya en Chile, le fue dificultoso retomar ese deporte. “Ahora voy a un gimnasio y camino en una máquina”, confiesa entre risas.

-¿Y no has pensado en algo como el yoga?
“Es que es difícil, no soy quieta… no me veo meditando”.