Todas las anteriores son buenas costumbres para hacer más placentera la convivencia durante las comidas, pero dejan de ser valiosas si se ponen por sobre el valor de una interacción amena y conversada. Para muchos niños y jóvenes, la hora de comer en familia es algo así como un taller de normas de urbanidad: odioso. Mucho mejor comer solo, viendo TV en la pieza.
Si va a ser así la hora de comida juntos, mejor llegar tarde y no comer con los niños.
Es que el exceso de correcciones quita toda disposición a la conversación.
Tres argumentos pueden apoyar la convicción de cuidar el espacio de convivencia familiar durante las comidas:
Es el momento perfecto para aprender a ser comunidad; dialogar, escuchar, exponer los puntos de vista, aprender valores y capacidad de discernir sobre lo que hace feliz y lo que no.
El encuentro familiar es una condición necesaria para hacer familia, y conviene cuidarlo, rescatando un espacio diario y un buen clima para ello.
Finalmente, comer bien es una competencia valiosa para que a los demás les guste compartir la mesa con uno, pero no se internalizará si no hay interés en conversar con otros. ¿Quién querría comer con personas que permanentemente interrumpen la conversación con llamados de atención?
Un dato para esos padres y madres obsesivos por hacer cumplir las reglas de urbanidad es que sus hijos siempre se comportan bien en mesas ajenas.