Todos conocemos personas que hablan en queja. Siempre algo les duele, nada les salió como querían. Cuando invitan, sirven diciendo que les quedó mal el guiso. Rara vez dicen "estoy feliz".
Los más graves, cuando intervienen, hacen análisis devastadores de todo, incluida la situación política, organizaciones religiosas, jefes, subalternos. Como si la raza humana no funcionara.
Desde el punto de vista de la convivencia, la queja permanente tiene consecuencias graves para el resto y para ellos. Como su motivación no es resolver, sino mostrar el problema, frente a propuestas constructivas el quejoso sólo aumenta el problema, en una escalada que desespera y contagia desesperanza. Suelen ir quedando solitarios/as.
La pobreza genera quejosos, producto de la llamada "desesperanza aprendida". Si todo cuesta que resulte, como sucede en pobreza, y no se tiene tolerancia a la frustración, o se tiene mucha ambición, se va generando una sensación básica de que el mundo "no funciona para mí".
Al ver que para otros sí funciona, a la desesperanza se agrega envidia, un deseo inconsciente (o consciente) de que ese bien inalcanzable, no exista para nadie. Desesperanza y envidia enseñan la destructiva queja.
Países como el nuestro tienen muchos quejosos/as. Constituyen lastre, porque al mostrar siempre el vaso medio vacío contagian negativismo.
Conviene darles poca tribuna a los quejosos, y aplicarse en disminuir las situaciones que desesperanzan. Que todos nuestros niños escuchen de sus padres y profesores más refuerzos que sermones, más aplausos que correcciones. Aplicar sistemas para que todos aprendan, que no haya repitencia. Dar oportunidades escolares para que a cada uno le resulte su proyecto. Y al reconocer en los padres de un niño a un/a quejoso/a, cuidemos que a ese niño le resulte realmente lo que se propone. Detener la pandemia.
La esperanza es semilla de desarrollo.