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Las razones para tener pocos hijos

El abogado y profesor de la UC Álvaro Ferrer del Valle expuso en el seminario "Baja natalidad en Chile, causas y consecuencias". Esta es su interesante reflexión que quisimos reproducir entera.

05 de Diciembre de 2007 | 17:28 |
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Tal vez esperan escuchar de un abogado un análisis jurídico del problema. Pues bien, siendo que me dedico a la filosofía del derecho, comprendiendo el derecho como una parte de la moral que rige las relaciones entre personas en sociedad según la virtud de la justicia, pretendo más bien realizar un sencillo análisis ético.

Y ya que hablaré de ética, conviene advertir que mi discurso será “políticamente incorrecto”: hablaré de cosas para algunos desconocidas, para otros sabidas, aceptadas y aplicadas; para otros sabidas, rechazadas y jamás cumplidas. Como sea, surgirá incomodidad. Con todo, ya que apenas soy conocido en mi casa, no tengo fama alguna que cuidar así que bien puedo asumir el riesgo.

Sobre esto, algunos supuestos para la debida honestidad intelectual: asumo que existe una sola y única moral objetiva, que el hombre la puede alcanzar con el uso de su razón natural; por lo mismo, que no es necesaria la fe para acceder a ella; lo más importante, que el actuar conforme a esta moral es, por lejos, la mejor decisión que pueda tomarse: no solo es la más racional, sino la que conduce a la mayor perfección y plenitud.

Se me ha pedido hablar sobre las causas de la baja en la natalidad. Son muchas, de distintos géneros. Conforme a mi dedicación profesional, la alternativa coherente sería analizar las “cuatro causas” del fenómeno: su causa material, formal, eficiente y final. Siendo tan breve el tiempo, optaré por la causa final: el motivo que mueve el obrar.

La razón es simple: la baja en la natalidad no es un fenómeno abstracto o virtual, tampoco un ente de razón o simple idea. Es un efecto concreto de decisiones humanas verificadas en una sociedad. Tratándose del resultado de actos humanos, me interesa analizar brevemente cuál es el fin que mueve a la voluntad para producir este resultado.

Para esto, y en vista de que el fenómeno es muy amplio, tomaré un marco de referencia que me permita acotar el análisis. Así, hablaré sobre el o los motivos por los cuales un matrimonio o pareja joven decide voluntariamente no tener hijos o tener muy pocos. Me parece que es un marco adecuado, sobre todo si coincide con la experiencia de mi generación: jóvenes de hasta 35 años, con máximo 10 años de matrimonio.

Vamos al desarrollo:

¿Cuáles son los motivos por los que parejas y matrimonios jóvenes optan por no tener o tener muy pocos hijos? Hay de todo, pero dejaré fuera los extremos: egoísmo sin medida, narcisismo, desinterés, tontera. Me referiré a los motivos que conozco de cerca. Los de personas con buena situación económica, profesionales, con trabajo estable, católicos practicantes. Respecto de ellos, solo puedo constatar buenos motivos y buenas intenciones: ser los mejores padres posibles, dar a los hijos lo mejor posible. No obstante, como pasa en todo acto humano, la buena intención no basta para que el acto también lo sea. Veo que se quiere ser padre responsable. Aquí llego al concepto clave: “paternidad responsable”.

¿Qué es la paternidad responsable? Algo MUY distinto de lo que se cree, se piensa y se vive. Se cree, piensa y vive la paternidad responsable como una falsa prudencia: así como se asocia esta virtud a una actitud fría, calculadora, incapaz de asumir desafíos y riesgos sean cuales sean las circunstancias; así también se encasilla la paternidad responsable en bien intencionados criterios materialistas y se la reduce a la ausencia de riesgos y complicaciones: mientras menos problemas, más posibilidades para, en algún momento, dar más y mejor.

Siguiendo esta premisa, es común escuchar frases como las siguientes: primero hay que estar bien uno para luego poder entregarse a otro; acabamos de empezar nuestra vida en común, necesitamos “afianzarnos como pareja” para dar a nuestros hijos la seguridad de nuestro amor; hace poco que encontramos trabajo, hay que afirmarse profesionalmente; para lo mismo, hay que estudiar fuera –sin estudios de postgrado no eres nadie-; la vida afuera es carísima, mejor esperar; todo esto para dar a nuestros hijos un buen pasar, una buena educación, una linda casa: seguridad material.

Nada de esto es per se contrario o incompatible con la paternidad responsable; pero nada ello, ni todo ello junto, constituye la verdadera paternidad responsable.
Se ve una ansia de seguridad desmedida, aunque –insito- bien intencionada: la situación tiene que estar segura: matrimonial, profesional, laboral, incluso social. Con ese piso, vengan entonces los desafíos.

Pero, como bien decía C.S. Lewis, la vida nunca es normal y las circunstancias favorables jamás llegan. Si la prudencia tiene como base el reconocimiento honesto y objetivo de la realidad, salta a la vista que esta falsa prudencia y mal entendida PR tiene como antecedente una equivocada e ilusoria visión de la realidad, tanto interna como externa: interna, al no reconocer la radical diferencia entre generosidad y egoísmo solapado. Externa, al confundir los vaivenes propios de la contingencia con graves inconvenientes y, así, justificadas excusas.

Esta falsa apreciación de la realidad produce, tal vez no en el discurso pero sí en los hechos, una mentalidad cerrada a la vida. Podrá decirse que exagero, ya que igual existen nacimientos. Pero este resultado no es producto de una disposición permanente a recibir con generosidad y responsabilidad los hijos que Dios quiera donar.Y, en caso de que alguien se espante porque he nombrado a Dios, aclaro: siguiendo con la honestidad intelectual, asumo la existencia de Dios como una verdad demostrable por la razón natural, lo miso respecto del alma humana; así, también, respecto a la necesaria intervención divina en la creación de una nueva vida, siendo Dios el autor y los padres sus colaboradores como co-creadores, sin que por ello puedan reclamar ningún derecho a tener hijos.

Aquí está la diferencia radical: como ya he dicho, ninguno de los motivos señalados es per se malo y contrario a la paternidad responsable; lo son cuando impiden esta disposición permanente: la constante apertura a la vida.

No pretendo entrar al detalle sobre en qué consiste realmente la apertura a la vida. Ésta no se reduce a no separar jamás la doble finalidad –unitiva y procreativa- del acto sexual. Cierto que es eso, pero no solo eso: ante todo, consiste en la expresión natural del amor entre los esposos. Un simple argumento: el amor –verdadero- es un bien, y todo bien es perfectivo. Así, todo amor tiende de suyo a la trascendencia: comunicarse, compartirse. Hay muchas maneras de compartirlo, y ciertamente unas mejores que otras. Siguiendo a Aristóteles, es mejor aquello a lo cual una potencia tiende intrínsecamente que a lo que tiende extrínsecamente. Luego, si el acto sexual es el acto de mayor comunión entre los esposos, y este tiende de suyo a la generación de una nueva vida, será esta vida –el hijo- el reflejo trascendente y más propio del amor esponsal.

La generosidad es la clave: si bien es inseparable el amar a otro con el amarse a uno mismo, nadie duda de que el amor egoísta no es verdadero amor. Por eso es que la apertura a la vida, reflejo de generosidad permanente, no es otra cosa que signo de la calidad y perfección del amor, el “termómetro” de la calidad del amor. La apertura a la vida en las relaciones conyugales, explica Juan Pablo II, protege la autenticidad de la relación amorosa, salvándola del riesgo de descender al nivel de simple goce utilitario; garantiza la donación completa e irrestricta entre los cónyuges, cada uno con todo su ser, incluyendo su potencia generativa; por esto el amor, si es verdadero, tiende por su propia naturaleza a ser fecundo; el amor da vida en el acto de aprobar alegremente la existencia del otro; así también tiende a dar vida a otro cuya existencia se acepta siempre, permanentemente, sea que se materialice o no.

Y es que estar “abiertos a la vida” no significa necesariamente tener todos los hijos que lleguen. La paternidad responsable es la decisión en conciencia de los esposos de recibir un mayor número de hijos o, por serios motivos y respetando la moral natural, evitar un nuevo nacimiento por un tiempo o por un tiempo indefinido.

Pero tales razones no pueden ser banales. Deben existir "graves motivos" (HV, 10), o "razones justificadas" (CIC, 2368), que hagan aconsejable el retraso de un nuevo nacimiento. No es suficiente, por tanto, un superficial convencimiento subjetivo; los padres "deben cerciorarse de que su deseo no nace del egoísmo, sino que es conforme a la justa generosidad" (CIC, 2368). De ahí que "la paternidad responsable se pone en práctica ya sea con la deliberación ponderada y generosa de tener una familia numerosa, ya sea con la decisión, tomada por graves motivos y en el respeto de la ley moral, de evitar un nuevo nacimiento durante un tiempo o por tiempo indefinido" (HV, 10).

Tener en cuenta estos factores hace que el juicio de los esposos sobre la decisión de transmitir la vida posea como notas fundamentales: a) ser el resultado de una deliberación ponderada y generosa; b) estar realizada personal y conjuntamente por ellos: esa decisión no se les puede imponer (tampoco uno de los esposos al otro); c) ser objetiva, es decir, no basta la sinceridad de la intención; e) ser guiada e informada por la conciencia rectamente formada, en una jerarquía de valores correcta: primero generosidad y justicia, no comodidad, materialismo, egoísmo, hedonismo y otros “ismos” por el estilo.

Dije en mi introducción que no existe mejor decisión que libremente seguir la ley moral natural; que conforme a ella se alcanza la mayor plenitud. Y los hijos confirman este razonamiento con una claridad irrefutable: los hijos llevan a los padres a superarse, porque para educar a un hijo hay que, primero, auto exigirse; los hijos unen y afianzan el matrimonio: los sacrificios a que obligan permiten formar hábitos de renuncia que permiten mayor donación entre los cónyuges; los hijos fortalecen la voluntad de hombre y mujer, ahora papá y mamá.

Y todo lo anterior es mayor cuanto mayor sea el número de hijos: la suma es cualitativa, no meramente cuantitativa. Cierto que el número no es, por sí sólo, el elemento que determina la generosidad de los esposos; bien puede ocurrir que en justicia y generosidad corresponda que la familia sea pequeña. Pero a la vez es claro que una de las manifestaciones de la generosidad de los esposos es una descendencia numerosa.

El Papa Pío XII decía de las familias numerosas: en los hogares donde hay siempre una cuna que se balancea florecen espontáneamente las virtudes... En una familia numerosa, en la crianza de los niños, casi naturalmente se incentivan virtudes como el respeto, generosidad, simpleza, orden, el ser sociables, el ser medidos y la responsabilidad. La familia es como una carreta en donde todos deben tirar y los hermanos mayores tienen ciertas obligaciones, como transmitir las normas y costumbres familiares y dar buenos ejemplos, orientar en distintas áreas a sus hermanos, en estudios, amistades tiempo libre y desde luego buenos consejos.

Pero subsiste el innegable problema económico. Pues bien, se olvida que, aún en la abundancia, la pobreza es una virtud; que dándole de más a un niño se le causa daño, no un bien. En las familias numerosas es casi imposible darles de más. Mantener a un hijo no es darle todo, es darle lo necesario para que viva dignamente, crezca sano, tenga acceso a la escolaridad y además, que reciban formación espiritual. No es cierto que se hace más feliz a un hijo al proporcionarle más juguetes que hermanos. Si Dios me da años, personalmente no quiero llegar a viejo y escuchar a mis hijos darme las gracias por las cosas que les compré...

Y sobre educación: es más difícil, porque 4 es más que 2. Las matemáticas son duras. Pero sabemos que el establecimiento educacional, por bueno que sea, cumple un rol subsidiario en la formación de la persona; y que toda la educación de calidad no es condición suficiente, ni menos causa eficiente, de felicidad y perfección personal. Si el ánimo de los padres es que sus hijos sean felices, se equivocan si apuestan todo, o casi todo, a una buena educación.

Y resta el prejuicio social: nada más contingente y variable, pero es innegable que hace fuerza en la inteligencia y voluntad de muchos. Pero los hechos notorios no necesitan argumentos: las familias numerosas suelen ser, salvadas las inevitables excepciones, por lejos las más alegres -aunque quizá dispongan de menos cosas materiales-; una casa con muchos hijos es centro de atracción de amigos y amigas que explícita o inconscientemente reconocen que ahí, simplemente, hay más vida, en todo sentido.

En síntesis, la familia numerosa es, sin duda, fuente de problemas y complicaciones. No puede ser de otro modo: quien más ama siempre está expuesto a sufrir más. Es ley de la vida; como tal, norma de plenitud.

Con esta idea voy concluyendo: son buenos y muy bien intencionados los motivos por los cuales mi generación no tiene o tiene muy pocos hijos, pero es grande y grave la ignorancia que subyace a esa voluntad. Por querer hacer un bien se privan de un bien muchísimo mayor; por ser generosos se vuelven egoístas; por cerrarse a la vida contradicen y muchas veces ahogan y matan su amor; por ser prudentes se transforman en pusilánimes –¡cuando la sociedad pide a gritos magnanimidad!-.

De ahí que lo políticamente correcto –no entendido como confirmación del lugar común, sino como aquello que la polis necesita porque el bien común lo reclama- pueda resumirse, a efectos de revertir la baja en la natalidad, en dos palabras: Generosidad y responsabilidad. Ambas son virtudes, no metros cuadrados, puestos de trabajo, viajes al extranjero, masters, doctorados ni saldos en cuentas corrientes. Y como virtudes, iluminadas y dirigidas por la prudencia, jamás se oponen: entre verdaderos bienes no cabe contradicción. Por ello, una responsabilidad materialista –por tanto mal entendida- más temprano que tarde anula la generosidad; ya no estamos frente a virtudes, sino frente a vicios. La paradoja no es nueva: “quien guarda su vida la pierde, quien la entrega la encuentra”. Esta es mi idea final: si eliminada la causa desaparece su efecto, es tiempo de volver a encender en mi generación, y en las que vienen, el ánimo por las cosas grandes, la generosidad responsable a través de la apertura a la vida y la formación de familias numerosas, verdaderas bendiciones de Dios.


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