1.- Ser abiertos al cambio:
"La identidad del otro no puede convertirse en una fotografía"
Hay una definición del amor con la que me gustaría partir para hablar de la relación de la pareja: "El amor es lo que yo siento de mí cuando estoy con el otro". En esa sentencia, el énfasis está puesto en mí, no en el otro. Hay gente que argumenta que esta visión del amor es muy egoísta. Pero es al revés: se trata de una visión responsable. El amor tiene que ver conmigo; hay un otro que hace de puente hacia partes mías, y ahí viene el enganche. Pero el amor se decide desde mí, y el error es creer que tiene que ver con el otro.
Una de la trampas más graves en que caen hoy las parejas tiene que ver con el deseo de que la identidad del otro se convierta en una fotografía, sin dar pie a que cambie. Vendría a ser algo así como el discurso: "Nadie te conoce mejor que yo; yo soy la única que te adivina el pensamiento, que se anticipa a tus necesidades, la que puede interpretar tus conductas y que siempre te cuida. Soy la que sé todo de ti".
Esa rotulación deja al otro instalado en una identidad inamovible, y eso es lo que termina volviendo al matrimonio rutinario. Porque si yo soy siempre para ti la misma, y al revés, la vida es siempre más o menos parecida. Es como si alguien sacara una foto mía en un determinado plano y la pusiera sobre su velador. Esa soy yo, atrapada en una mueca, en una figura, en un movimiento, en un momento que ya no soy; y sin embargo, ahí me quedo. Y en los ojos de quien me acompaña como pareja, permanezco como una persona sobre la cual no tengo autoridad en la identidad.
Cuando la identidad de uno y otro se va congelando, rigidizando en el tiempo, los cambios se hacen a escondidas de la pareja. Se hacen con vergüenza, con los amigos, en el trabajo, con el sicólogo, con el sacerdote, y empiezan a ser difíciles de compartir con este "dueño" mío, que sabe mucho más de mí que yo mismo.
¿Cuándo hay permiso para cambiar? En las crisis. Veamos un ejemplo; la mujer que dice: "Mi marido se puso hippie y ahora nada le importa". Él se puso hippie porque era la única forma que tenía de desordenarse un poco, porque su mujer le tenía la vida completamente reglamentada, y cualquier acto que no era exactamente igual a como debía ser era censurado por ella. Tuvo que hacer un gran cambio para que ella lo mirara y le preguntara ¿qué te pasa?, y él le pudiera contar qué le pasaba. Pero fue una crisis, no es que en tiempos normales, un día cualquiera, yo pueda venir y decirle a mi pareja: sabes, de repente pienso que trabajar es una gran estupidez, y que él no conteste: ay, se te va a pasar. Es distinto si la respuesta es: ¿por qué se te ocurrió pensar eso?
Por primera vez se abre un espacio dentro de mí de fascinación por el otro, que en un rasgo pequeño se ha mostrado distinto, pero al que yo le permití ser distinto. Porque yo también puedo, como siempre, tener la opción de completarle la identidad y dejarlo clausurado en una fotografía, con lo cual el día siguiente es igual, y el siguiente es igual, siempre igual.
2.- No forjar altas expectativas sobre el amor:
"Esperar que el otro me haga feliz es una irresponsabilidad"
Nunca en la historia, la vida había sido tan difícil para el ser individual como hoy. Nunca las personas habían estado más solas. Nunca la familia había sido un lugar menos protector de lo que lo es ahora. Nunca la cantidad de esfuerzo por el éxito y la supervivencia había sido tan brutal. En este escenario, el amor debería haberse convertido en un logro de bajísimas expectativas: que alguien una vez al mes me dé la mano debería ser un milagro. Pero pasó al revés, y el amor se convirtió en estrella.
Sin embargo, me atrevería a decir que hoy las expectativas sobre el amor son altísimas. El amor es un salvador. Comenzamos, entonces, a buscarlo compulsivamente para salvarnos a nosotros mismos. O me deprimo, me amargo, me resiento, y determino que el amor está clausurado para mí, con la consecuente amargura.
Es un tema complicado particularmente en las mujeres, quienes piensan: Él me va a hacer feliz o Es que él no me hace feliz. ¿Quién dijo que existe alguien en el mundo que pueda hacerme feliz? Eso no existe. Es una irresponsabilidad siquiera plantearlo. El único responsable de mi felicidad soy yo mismo. No puedo poner en manos de otro u otra la posibilidad de la felicidad; esa es una búsqueda personal, y para eso estamos destinados. Eso no significa que el otro no sea capaz de entregarme momentos de gran felicidad, y que yo no sea capaz de dársela a otro y a otros.
Creo que el amor de pareja puede tener momentos de felicidad infinita, probablemente mucho más espectaculares, profundos y completos que ningún otro tipo de amor. Pero no es que el otro "me" haga feliz.
Si uno parte de esa expectativa, estoy desde ya fracasando, y sobre todo, estoy poniendo al otro en una situación de fracaso inevitable.
Las mujeres modernas también están muy enojadas porque sus hombres no toman la iniciativa de hacerse cargo de sus niños. Necesitan la instrucción de ella: Tengo que decirle que mude a Pablito, porque si no, no lo hace; tengo que recordarle que hay que llevarlo a la sicopedagoga. No quieren delegar, y tampoco quieren estar a cargo. En mi consulta les pregunto: ¿Cómo es la mamá de tu marido? ¿Quién lo crió? ¿De dónde inventaste que este hombre con el que te casaste va a ser este hombre que tú necesitas?
Qué necesito del amor tiene que ver con qué me falta, o con qué tengo en demasía. Si no he hecho una reflexión profunda sobre qué necesito, estoy siendo irresponsable. Porque la felicidad es una responsabilidad personal, y si voy a tener una pareja y a comprometerme con un hombre para quererme y que yo lo quiera, no tengo derecho a hacerlo si antes, o durante, no me hago cargo de mí, de mis dolores, mis tristezas, mis quebrantos de infancia y mis miedos. Son todos míos.
El amor, entonces, no sólo tiene que ver con expectativas, sino también con autocumplimiento. Con la obligación individual de cada ser humano de saber dónde están sus necesidades, cuándo las va a satisfacer y cómo.
3.- Abrir espacios de "desnudez" espiritual:
"No existe intimidad sin vulnerabilidad"
Creo que una de las prohibiciones de la modernidad es la vulnerabilidad. El nivel de certeza en que vivieron nuestros antepasados hace un siglo era infinitamente mayor al que tenemos nosotros hoy, en parte, porque los vínculos eran mucho más diversos.
En el mundo de hoy, con la familia nuclear, con los espacios pequeños en que vivimos, y donde todo está tan lejos y la gente se ve poco porque trabaja mucho, todo el mundo está muy solo y todos somos muy vulnerables.
Si somos honestos, estamos enfrentados a muchos peligros e incertezas, a muchos miedos. Lo tremendo -aquí está la paradoja- es que nunca ha estado menos de moda que ahora tener miedo. Por eso más vale que me disfrace de valiente.
¿Qué va pasando entonces? Nos vamos creando ciertos roles necesarios para la sobrevivencia, pero también para el éxito. Y en ese camino vamos descuidando la construcción de lugar seguro que nos permita preservar nuestra salud mental. Entonces, ¿dónde y cuándo nos sacamos el disfraz?
Cuando los seres humanos nos empezamos a vestir, a disfrazar, empezamos a quedarnos solos. Si yo no estoy desnudo, ¿qué intimidad verdadera puedo crear? Pero al mismo tiempo, ¿cómo atrevo a estar desnudo con una pareja que no me dejar cambiar de identidad, que tiene altísimas expectativas de mí, y que cree que el amor es el complemento de sí mismo?
Las mujeres, a medida que van ascendiendo en la clase social, son cada vez más exigentes con los maridos. En términos sicológicos, a mayor inteligencia y confort de vida, mayor acceso al infierno en vida, a la sensibilidad, al dolor, a la pena, al sinsentido. Son la población que menos espacio tiene para la vulnerabilidad.
La falta de la intimidad en la relación de pareja no creo que sea la que da origen a la separaciones, pero sí creo que origina la falta de alegría, seguridad y calor que debería haber en las parejas. Hay una actitud, la compasión, que es la única que hace posible compartir en la vulnerabilidad.
La compasión tiene mucho que ver con el desprendimiento, con entender que el otro no está aquí para vestirme. Tú no eres para mí, sino para acompañarme a veces, en algunos trechos de la vida y en algunos ratos. Es esa actitud donde yo estoy de verdad abierta al otro, y me puedo preguntar qué siente el otro, qué necesita el otro, por qué está haciendo eso u otro. Pero esa apertura profunda es hacia el otro, no hacia mí.
En la actitud de la compasión está sólo mi corazón abierto a mirarte, a creerte, a creer que a lo mejor hay bondad en ti, a creer que hiciste esto y otro de buena manera y no porque te lo impongo, o porque te da vergüenza. Ojalá uno pudiera abrir un espacio, donde el otro no es para mí, sino que es, y yo puedo mirarme y enternecerme con lo que es, no para salvarlo, ni para apoyarlo, ni para solucionarle los problemas ni para hacerme cargo de él, sino para conocerlo, para que tenga un lugar seguro donde existir, para que la desnudez sea una posibilidad, para que haya un pequeño paraíso. Una vez, un momento en el año, en el mes, en la vida, donde tú y yo pudimos estar y yo pude mirarte y quererte como eres, no como me cuentas que eres o como te disfrazas para que yo te vea.
Mi pregunta es: ¿cuánto tengo que hacerme cargo de mí para poder ver al otro?, ¿cuánto tengo que saber de mis propias heridas para aceptar a la pareja, para poder mirarlas con los ojos abiertos y poder mirar las heridas del otro? Tengo la sensación de que el camino va por ahí, por aumentar los niveles de intimidad, bajar los niveles de expectativas y autorizar al máximo la posibilidad de cambio del otro, celebrarlo. Nada me amenaza porque el otro cambia, no todo lo que pasa tiene que ver conmigo, sino también con el otro. Eso cuesta, porque estamos muy asustados.
Si nos pudiéramos conectar y ver al otro ser humano, estoy segura de que los niveles de soledad, de cansancio, disminuirían, y tendríamos un poco menos lastimada nuestra salud mental.