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Pequeñas empresarias, grandes esperanzas

A pesar de las privaciones, pero con trabajo e iniciativa personal, estas mujeres han creado pequeños negocios para sacar adelante a sus familias y sentirse útiles. Sus ejemplares testimonios fueron escogidos entre las más de 200 dueñas de casas que participaron en el proyecto "Corazón Emprendedor".

25 de Noviembre de 2008 | 10:30 |
Las guapas. Así decidieron bautizar a su grupo de mujeres con las que Edubilde Farías (62) se integró al proyecto Fondo Esperanza a principios de 2007. Hasta entonces, esta mujer había desarrollado varios pequeños proyectos comerciales, ayudada sólo por su instinto y por la necesidad de sacar adelante a su familia.

Su primer negocio fue una verdulería que abrió al poco tiempo de casarse, hace más de tres décadas, cuando vivía en Codegua al interior de Rancagua. "Entonces yo estaba en la casa de mis suegros en un campo donde no había ni luz ni agua. Para mejorar mi situación, empecé a vender las cosas que mi marido cosechaba en el campo de su familia, y otras que yo misma partía a buscar en bicicleta a otros lugares", recuerda.

Aunque durante ese tiempo su negocio la ayudó a salir de la casa de sus suegros, decidió dejarlo para trabajar en una empresa agrícola japonesa, que la contrató para que capacitara a sus empleadas en el cultivo de lechugas y tomates. Edubilde dice que, pese a lo sacrificado del trabajo, pues debía levantarse de madrugada para pasar largas horas con el barro hasta las rodillas, esa fue un buena época porque pudo ahorrar y no faltaba nada en su casa. Sin embargo, una repentina enfermedad la obligó a abandonarlo.

Ahí empezó la que, según ella, fue la peor etapa de su vida. Entusiasmado con una oferta que parecía muy auspiciosa, su marido tomó la decisión de emigrar a Santiago para trabajar en una parcela en las cercanías de Quilicura. "Llegamos al lugar y nos decepcionamos de inmediato. Era un campo que estaba totalmente abandonado y la casa que nos habían ofrecido era una mediagua que apenas se sostenía. En cierto sentido era volver atrás, pero como me gustan los desafíos quise quedarme y afrontar la realidad", explica esta mujer con un gesto de orgullo.

Nuevamente se puso en campaña y se las arregló para salir adelante. Empezó a recolectar moras y damascos para hacer mermeladas, que luego vendía en las ferias. También aprovechaba la leche de las escuálidas vacas de su campo para hacer quesos. Todas sus ganancias las ahorró para postular a la compra de la casa en la que actualmente vive. "Es Copeva, pero salió bien buena", comenta entre risas.

Cuando su marido encontró trabajo como encargado de un taller de herramientas en un colegio técnico de Quilicura, su situación volvió a encausarse. Pero ella no dejó de trabajar para educar a sus cuatro hijos.

Una tarea cumplió: Sus dos hijas mayores estudiaron secretariado, la tercera es ingeniera en alimentos y su hijo menor cursa quinto año de ingeniería civil en informática en Concepción. "Quería que tuvieran las oportunidades que yo no tuve, porque comencé a trabajar desde los 15 años", comenta.

Hoy no para. Además de tener un puesto de papas fritas y de completos que instala los fines de semana en sociedad con una de sus hijas que está sin trabajo, también vende ropa interior y cosméticos por catálogo. Una actividad a la que llegó casualmente, cuando una de las compañeras de universidad de su hija ingeniera le mostró un librito que ofrecía estos productos. Al principio se lo mostró a sus vecinas y al ver su interés, se dio cuenta de que le resultaba mejor venderlos ella misma. Ya tiene más de doscientas clientas anotadas en un cuaderno universitario, donde lleva sus cuentas. Todas las tardes se dedica a llamarlas, los martes visita a sus compradoras en Maipú y cada quince días viaja a Graneros a entregar pedidos.

"Me entretengo en esto, me gusta vender y reunirme con las otras mujeres que están en el Fondo Esperanza. Creo que si esto hubiera existido hace dos décadas, las cosas habrían sido más fáciles para muchas mujeres que empezamos de abajo".

El esfuerzo de esta mujer de Quilicura es un ejemplo de los testimonios que se repitieron durante el ciclo de talleres de capacitación "Corazón Emprendedor", organizados por Cencosud-Paris, Comunidad Mujer y Fondo Esperanza durante la última semana de marzo. Un proyecto que durante tres jornadas reunió a más de 200 mujeres microempresarias, provenientes de distintos sectores de escasos recursos de Santiago en el Centro de Extensión de la Universidad Católica.

Era un grupo de emprendedoras que ya participaban de los programas de financiamiento Fondo Esperanza, además de intercambiar sus experiencias. Y los escribieron para que un jurado compuesto por autoridades de gobierno y representantes de los organizadores, escogiera las tres historias que mejor reflejan la unión entre desarrollo personal y emprendimiento comercial. Estos testimonios, que serán reconocidos como modelos para superar la pobreza, recibirán finalmente un aporte en dinero.

Desde la costura a la zapatería

El capó de una citroneta vieja. Ése fue el improvisado espacio en el que hace 20 años Mirtha Millacheo instaló su primer negocio. Un puesto en el que ofrecía huevos, sal, tarros de salmón, arroz y confites, que compró con cinco mil pesos que había ahorrado durante los pocos meses que trabajó como nana. Aunque apenas tenía para dar de comer a sus tres hijos y su marido estaba cesante, decidió invertir ese escuálido capital con la esperanza de mejorar su complicada situación económica.

"Partí una mañana a Mapocho y compré lo que sabía que podía vender rápido entre mis vecinos. Puse todo sobre el auto que ya no funcionaba, porque en mi casa apenas estaba construida, y en la tarde ya no tenía nada", recuerda con nostalgia esta mujer de 56 años que ahora maneja un pequeño bazar hogareño en Renca, y también confecciona pantalones infantiles de polar, que ofrece en un viejo carro de supermercados en una feria cercana. "Me instalo al final de todos los puestos con mi ropa y cada vez me está yendo mejor".

Mirtha tiene el pelo corto y el caminar lento. Vive en un estrecho pasaje en la Población Villa Azapa, donde llegó poco antes de emprender sus modestas actividades comerciales. En esa época, dice, ese sector era un lugar tranquilo para criar a sus hijos, pero que al poco tiempo comenzó a volverse peligroso, por la aparición de grupos dedicados al tráfico de droga. Preocupada por el futuro de sus hijos, dejó su trabajo como asesora del hogar para instalar su puesto. Un negocio que a los seis meses comenzó a funcionar oficialmente, en el que suponía debía ser el living de su casa. Ahí, ahora, además de tener mostradores y vitrinas de vidrio, vende desde mercadería hasta botines de guagua que teje durante las noches en su cocina.

Pese a que desde hace un tiempo sufre de diabetes e hipertensión, siempre piensa en alguna forma de ganar dinero. Si al mediodía no ha entrado un peso a su bazar, toma su cartera y se va a comprar harina para hacer sopaipillas o calzones rotos. "Apenas me ven volver con las bolsas, las vecinas se pasan el dato y empiezan a llegar los pedidos. Vienen hasta señoras de otras villas a comprarme", explica.

Mirtha supo que era finalista hace una semana y está feliz, porque la ayudará a concretar su próximo proyecto: un pequeño taller de costura con otra amiga para confeccionar disfraces infantiles. Quiere aplicar los estudios de corte y confección que realizó antes de casarse y utilizar las dos máquinas de coser que ha comprado con los ahorros reunidos en estos años.

"Mi hijo menor, que estudia para contador auditor en la Usach, me está asesorando y la idea es cerrar el bazar, armar un buen taller y dedicarme por completo a esto. Estoy segura de que nos irá bien. Porque me gusta arriesgarme y no le tengo miedo al trabajo", cuenta esta mujer que se integró al Fondo Esperanza a fines del año pasado.

Hace más de 20 años, Graciela Fritz Alarcón (42) comenzó a aprender los secretos de la reparación de zapatos. Llegó a este oficio por casualidad. Antonio, su marido, había quedado sin trabajo y una de sus hermanas, que tenía una reparadora de calzado, necesitaba que alguien se hiciera cargo del negocio. Ambos aceptaron: Antonio, aplicando lo poco que sabía sobre el cambio de tapillas y arreglo de suelas; Graciela, encargándose de la caja y la administración del local.

"Lo curioso es que, de tanto mirar e intrusear, fui aprendiendo la técnica hasta que un día yo misma comencé a hacer los arreglos", recuerda Graciela, que sólo alcanzó a estar un par de años en ese taller porque su cuñada decidió cerrarlo. Como su marido encontró de inmediato otro trabajo, prefirió volver a sus labores de dueña de casa para no descuidar a sus cinco hijos.

"No quería que tuvieran problemas, especialmente la mayor que había empezado a rodearse de amigos que consumían drogas. Pero eso ya es parte del pasado, ahora ella estudia ingeniería en prevención de riesgos y trabaja en el Centro Cultural La Moneda", explica Graciela, que al poco tiempo decidió retomar el oficio que había aprendido y convenció a su marido de que instalaran su propia reparadora de calzado en su casa en Villa San Enrique en Quilicura, donde viven desde hace doce años.

Hoy su negocio, que funciona en una pequeña pieza armada en el patio, recibe más de cincuenta pedidos semanales. La mayoría los toma Graciela, pero de los arreglos más complicados se encarga su marido. Aunque él trabaja de nochero en una empresa, le ayuda por la tarde con los trabajos que requieren más fuerza, como el cambio de suelas.

"Trabajar en conjunto con mi marido me da tiempo para que pueda hacer las cosas de la casa y preocuparme de mis hijos menores que todavía están en el colegio. Para ellos, que yo sea maestra zapatera es un orgullo y hasta sus profesoras me mandan cosas para que se las arregle", cuenta entre risas.

La microempresaria se integró al Fondo Esperanza hace cuatro años. Supo de su existencia por una vecina y, luego de asistir a la primera reunión, se interesó de inmediato. Durante este tiempo ha recibido nueve préstamos, que ha invertido en maquinarias y herramientas para su taller.

"Sé que este trabajo no es muy femenino, pero me ayuda a sentirme útil. Es sacrificado y sé que no voy a hacerme rica, porque la mayoría de mis clientes son personas humildes y no me gusta cobrarles muy caro. Además, tampoco soy una mujer ambiciosa, pero reconozco que, si pudiera, me gustaría tener otro local mejor ubicado y tomaría algún curso de contabilidad para mejorar la administración del negocio", dice.

Graciela comenta que lo único que le desagrada es ver cómo sus manos muestran las huellas de las agujas, herramientas y el pegamento que utiliza. "A veces las encuentro feas, pero cuando las miro detenidamente me digo que no tengo que quejarme, que son bonitas porque me han ayudado a superarme".