Cuando un niño(a) o joven tiene un mal comportamiento social, los adultos tendemos naturalmente a considerar que son ciudadanos en proceso de socialización, interrogándonos acerca de la formación que realizan quienes están a su cuidado.
Sería negligente enfocar la culpa en los niños y no a la responsabilidad de los adultos directamente involucrados: familia y colegio. Cuidar a nuestros niños incluye educarlos, y los adultos debemos aprender a hacerlo bien.
Los padres a veces están más preocupados de comprarles cosas y satisfacer sus antojos que de formarlos y cuidarlos. Y los colegios parecen más ocupados de matricularlos, que de formarlos y cuidarlos. Mala cosa: los países se desarrollan con ciudadanos bien educados.
El mal comportamiento adulto es más grave aún. Encargados de roles y funciones sociales, ellos constituyen los modelos formativos para los menores.
Es grave cuando vemos a adultos tirando huevos a personajes con los que discrepan; o a políticos mintiendo, incapaces de establecer acuerdos. A directores falseando datos; a funcionarios públicos robando.
Es preocupante cuando los jóvenes graban a profesores descontrolados faltando el respeto; cuando automovilistas garabatean y gesticulan obscenamente. Muy grave cuando madres o padres pierden el control y con los ojos desorbitados les gritan a sus hijos, esposos o empleados. O cuando un adulto no para de hablar, falta a sus compromisos económicos o es desleal con su pareja.
¿Quién es responsable de esos adultos? ¿Qué hacemos con ellos?
Los que con ellos convivimos somos responsables de su comportamiento.
Quizá si supiéramos que ante un acto de mala educación, de pérdida de control, esos pares nos llamarán la atención y pondrán límites, cuidaríamos más nuestro comportamiento. Obviar las faltas de los adultos, minimizar sus pérdidas de control para no meterse en problemas y seguir votándolos disminuye nuestro capital social y humano.
Habría que preguntarse: ¿Cuantos adultos a los que hay que educar nos rodean? ¿Qué tal nuestro propio comportamiento?