“La mozarella es como un niño que nace todos los días”, dice el chef italiano Massimo Funari, para explicar por qué pasó cerca de dos años obsesionado con fabricar con sus manos el producto perfecto.
No por nada es uno de los cocineros más admirados en el país. Dueño de la
Trattoria Rivoli desde hace 20 años, este romano no sólo decidió hacer su propia ricota, mascarpone, además del pan de los comensales, sino que se ha convertido también en su propio proveedor.
“Si el producto no es especial, el plato tampoco lo es, esa es mi filosofía de cocina”, cuenta, sentado en su restaurante de Nueva de Lyon 77; con un liviano acento, apenas perceptible después de las dos décadas que lleva en el país hablando “chileno”.
Tenía 20 cuando pisó suelo chileno para quedarse. A pesar de que en esa época, como cuenta, el aceite de oliva y el aceto balsámico parecían casi una excentricidad para una amplia mayoría, dejó su Italia y llegó junto a su esposa Irene (chilena, de madre italiana) con la esperanza de crear un restaurante de tradición, pero con una cocina más moderna.
“Al principio, Chile fue muy cerrado. Hasta los años ’90, se prefería una comida italiana obsoleta. Nosotros usábamos más verduras, platos más livianos, porque la gente tenía que ir a trabajar después, pero aquí no entendían cómo comían harto y no se sentían pesados. Creían que los habían estafado, no nos entendían. Los que sí, eran los que habían vivido afuera; muchos intelectuales, gente mas de mundo. Ellos nos mantuvieron los primeros 10 años. Igual uno se ponía en duda lo que estaba haciendo, pero tuvimos la constancia de que este tipo de comida era el futuro y tuvimos que esperar”.
En lo que la paciencia duró menos fue con los productos. Según Massimo, aquí no existía una gran variedad de quesos que requería para sus platos, mientras la calidad de los que sí había no le convencía.
“No eran buenos para el nivel que yo exigía para mi cocina. Yo no uso salsas extrañas o aditivos para reforzar los sabores. Para mí, lo más importante es el producto y que tenga su propio sabor, y la mano del cocinero tiene solamente que sacarle el máximo provecho, sin alteración, esa es mi filosofía de cocina”.
-¿Y cómo decidiste convertirte en tu proveedor?
“Nosotros queríamos cocinar la verdura chiquitita, el tipo de lechuga baby, los tomates en su punto, así que aprovechamos que mi suegro había decidido tener un campo. Para mí sería mucho más fácil agarrar a un proveedor y decirle que me trajera las cosas, pero no sería feliz, porque la gente sabe que lo que come acá es especial”.
-Hubo una pequeña obsesión con la mozarella.
“Ah, sí, para sacarte de quicio. La mozarella es como un niño que nace todos los días. Si no la cuidas antes, en el proceso del inicio, te puede salir diferente. Nosotros nos demoramos al menos dos años, haciéndola todos los días de forma manual, porque con la mozarella no se necesitan máquinas ni esas cosas. Al principio fue terrible porque un día me salía muy dura, otro, muy blanda. Pero fuimos persistentes, hasta que lo logramos. Ahora son 10 años desde que estamos haciendo mozarella y pienso que ha creado un mito en el mercado. Fue una obsesión y sigue siéndolo porque se hace todos los días y seguimos preocupándonos de que el producto salga como tiene que salir”.
-¿Dónde la aprendiste a hacer?
“La primera persona que me enseñó fue un viejito italiano de 80 años que estaba de vacaciones en Chile. Por casualidades de la vida, nos conocimos. Le conté que teníamos un campo y él me dijo “quiero venderte una vaca”. Y yo le pregunté
‘¿y qué hago con una vaca?’ ‘Le sacas leche’, me contestó.
‘¿Y qué hago con la leche?’, dije.
‘Queso’. Me enseñó a hacerlo y le compré la vaca. Pero se iba en dos días más, así que me dio una pincelada de los pasos a seguir y por eso es que me demoré dos años. Además, me voy una vez por año a Italia, al norte, donde tengo un amigo que tiene una quesería y ahí me voy perfeccionando. Es un arte, me encanta hacer queso”.
Como sus papás se habían separado siendo él muy niño, su mamá debió salir del hogar e ir en busca del trabajo. Es por eso que Massimo tenía apenas 12 años cuando decidió interiorizarse en el arte culinario y, claro, a esa edad, tiró primero para lo dulce. Su primer plato... crema pastelera.
“Muchas veces, mi mamá no alcanzaba a cocinar y, como en Italia es muy difícil tener una nana, empecé a sacar los libros de cocina y comencé a aprender solo”.
Con esta iniciación en lo que sería su carrera y su pasión, Massimo no duda en decir que es absolutamente precoz. “No hay nada normal en mi vida, he estado siempre corriendo y haciendo cosas”, dice.
Fue a los 16 años que ya trabajaba en un restaurante. Sus profesores de gastronomía, vieron que era empeñoso, así que le consiguieron un puesto en un local de Roma que funcionaba, a parte de él, con el dueño y una señora que lavaba los platos y hacía las ensaladas. Con ese pequeño personal, cada noche debían atender a 150 personas.
“A las 11 de la noche ya estaba muerto, pero muerto. El tiempo volaba, y el dueño siempre me estimulaba golpeándome y diciéndome
‘ya, Massimo, ¡vamos!’. Era mucha adrenalina, mucha intensidad”.
-¿Quién te golpea ahora, quién te da ánimos?
“Ahora somos un equipo bien formado y con mi señora apechugamos y nos apoyamos. En la cocina, cuando comenzamos y hay que correr, se corre. Pero todos al mismo ritmo, porque si hay uno que vaya más lento, no funciona”.
Y si hay que ir rápido, Massimo es un experto. A los 19 ya era todo un hombre casado, luego de haber pololeado 4 años con Irene, con quien tiene hoy dos hijas, de 21 y 19 años. “Ella estaba estudiando en Roma en la universidad y yo estaba aún en el colegio. Yo tenía 15 años y ella 19, cuando un amigo nos presentó (...) En el ‘88 nos casamos y al año siguiente nos vinimos para acá”.
-¿No te parecía Chile un país raro, muy lejano?
“Claro, el fin del mundo, del que no había mucha información, pero que encontré que era un país -y tuve razón- que crecería muchísimo. Entonces, nosotros apostamos que la parte gastronómica se iba a desarrollar”.
-¿Por qué escogieron el nombre “Rivoli”?
“Rivoli es un pueblo chiquitito que está al lado de Torino, al norte de Italia, y me gustó mucho el nombre porque uno lo relaciona con ravioli, y además, en París hay una calle súper famosa que se llama la Rue de Rivoli. Entonces, es una palabra que queda marcada en la mente”.
-¿Cuál es tu vicio privado?
“Soy un fanático del pilates. Lo hago tres veces a la semana, desde hace un año y medio, con una profesora que va a la casa. A los hombres no les gusta mucho, pero te ayuda a conocer tu cuerpo, partes que nunca has usado, y también aprendes a respirar. Es una buena disciplina para nuestro tipo de trabajo. Yo siempre lo hago en la tarde, 4 y media 5, y estoy como tuna después, para entrar a trabajar en la tarde, hasta la una de la mañana”.