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¿Cómo es vivir arrinconado?: La vida en un "edificio isla"

Los edificios isla, como se denomina a las viejas construcciones de más de tres pisos que están ensombrecidas por inmensas y modernas torres, son un fenómeno que, como lo dice este reportaje de Revista Viernes, ha cambiado drásticamente la vida de sus residentes.

05 de Febrero de 2016 | 15:17 | Por Cristóbal Bley, Revista Viernes
REVISTA VIERNES

Cuando Mariana Valencia abre su ventana, ve otra ventana. Es enero, hay casi treinta grados, pero Patricio Correa anda con chaleco en su departamento al que apenas le llega el sol. Y desde hace diez años que María Isabel Zúñiga trabaja en un pequeño edificio de una pequeña calle en Las Condes –cuatro pisos, construido en 1958–, pero hace uno que salir y entrar en su auto, en las mañanas y tardes, requiere de muchísima paciencia. “Es como vivir en una isla”, dice Patricio, que ha visto cómo su edificio de cuatro pisos, ubicado en Irarrázaval y rodeado originalmente de casas, parece ahora diminuto entre dos torres de veintidós niveles cada una.

Primero fueron las casas isla –viviendas rodeadas de construcciones más altas– y ahora son los edificios isla: tienen cuatro o cinco pisos, fueron levantados en la segunda mitad del siglo pasado, eran los más altos del barrio, pero hoy están minimizados ante la expansión inmobiliaria.

“En un barrio que antiguamente tenía casas chicas o edificios medianos, comienzan a construirse torres de mayor altura, según lo permita el plan regulador, y entremedio quedan estas propiedades congeladas y completamente desescaladas”, explica Pablo Allard, doctor en Diseño Urbano de la Universidad de Harvard y decano de la Facultad de Arquitectura de la Universidad del Desarrollo. “En el caso de estar habitadas por sus moradores originales o arrendatarios, sufren los inconvenientes de perder privacidad: todos los departamentos que los rodean miran a su jardín, a sus baños y ventanas, así como también generan problemas de sombra, de hacinamiento. Además, les cambia la calidad de vida que llevaban cuando el barrio no tenía esas densidades, porque aumenta el tráfico y la congestión”.

Lo feo


Era 1995 y Mariana Valencia compró un departamento en la avenida Irarrázaval, un par de cuadras más arriba de Diagonal Oriente, en la comuna de Ñuñoa.
Mariana Valencia:
"Nunca pensamos que este barrio, que se caracterizó por ser tranquilo, se iba a transformar en puros edificios"
Con sus cuatro pisos, era por entonces uno de los pocos edificios de la zona, todavía dominada por antiguas casas o bajas construcciones comerciales. “Nunca pensamos que este barrio, que se caracterizó por ser tranquilo, se iba a transformar en puros edificios”, dice.

Un día de 1999, en el terreno vecino al que mira el departamento de Mariana, donde había una casa grande que luego fue una tienda de disfraces, se comenzó a construir un edificio. Nadie les avisó. De pronto, donde vivían ocho personas y circulaban un par de autos se instalaron veintidós pisos y más de doscientos departamentos con sus habitantes, sus vehículos, sus fiestas, su vida y su sombra.

“Ahora es prácticamente cero la luz solar que me llega”, dice Mariana, que tiene que encender una lámpara cuando aún es de día para ver dentro de su hogar. “Es muy poco el sol que me da, en invierno es absolutamente frío. Con estos grandes edificios nuevos, uno pasa a ser la callampa del barrio”.

Para Rodrigo Aravena, director comercial de la consultora inmobiliaria AGS, los edificios isla “corresponden a una generación antigua de proyectos, en la que se hacían edificios en 600 u 800 metros cuadrados y te cabían construcciones de seis pisos sin problemas. Las normativas en ese entonces no te exigían estacionamiento, ni áreas verdes ni menos distanciamiento entre los medianeros. Si cabía, se construía”.
Con la liberación de los planes reguladores a fines del siglo pasado, que en muchas comunas permitió construcciones sin límites de altura, las inmobiliarias comenzaron a “pinchar” manzanas, comprando terrenos donde había casas, a precios convenientes para sus dueños, y así construir grandes proyectos. Pero en los paños que tenían estos pequeños edificios, con doce o dieciséis departamentos de distintos propietarios, la negociación se complicaba.

Explica Aravena: “Dada la atomización de la propiedad que tienen –en un lote de mil metros cuadrados puede haber veinte departamentos–, es muy difícil llegar a un acuerdo con todos, y el precio máximo que se puede llegar a pagar no es beneficioso para los dueños”.

La inmobiliaria hace una oferta, pero no le gusta al edificio isla. “Ahí el señor constructor saca sus cuentas”, dice Rodrigo Aravena. “Qué prefiero: ¿hacer un edificio bonito que me cueste cien, o uno más o menos que me cueste ochenta? Generalmente se toma el segundo camino, el que genere la mejor rentabilidad”.

Mariana, que lleva casi quince años viviendo frente a un quincho de asados que en verano se ocupa casi todas las noches, cree que representa a la mayoría de sus vecinos del edificio cuando dice que se quiere ir. “Esperamos que una constructora nos diga ya, ¿quieren vender?, les compramos. No es grato vivir así”.

Sigue leyendo más sobre los edificios isla y sus consecuencias en el desarrollo de la ciudad en Revista Viernes.


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