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Cerro San Cristóbal: Un repaso a sus 100 años verdes

Hace un siglo era un peñón café, desforestado e inaccesible, pero hoy, con sus 737 hectáreas, es el parque urbano más grande de Latinoamérica y afronta su próximo desafío: replicarse al sur de Santiago, la zona con menos áreas verdes de la región.

27 de Enero de 2017 | 17:04 | Por Cristóbal Bley, Revista Viernes.
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Según Vicuña Mackenna, el cerro se llamó San Cristóbal, porque la leyenda católica representa a este santo como un fornido gigante que lleva a Cristo en los brazos, una figura que también tiene la misión de proteger a los viajeros.

Camila Caniumil, El Mercurio
REVISTA VIERNES DE LA SEGUNDA

En el cuadro se le ve gordo y bonachón, de un carácter poco temerario, con su cara redonda, su frente amplia y un bigote estilizado. Es, en realidad, el aspecto que uno espera de un hombre más bien precavido, la cara de alguien asertivo para los negocios quizá, a lo mejor un buen padre y un mejor abuelo, pero no de un sujeto muy dado a las aventuras, ni mucho menos a la imaginación.

“Pero el hombre era un vehemente”, dice Mauricio Fabry, sentado en su oficina de director del Parque Metropolitano, a los pies del cerro San Cristóbal, mirando el retrato que está colgado a la derecha de su escritorio. “Este cuadro lo encontré botado. Estaba en la casa de la cultura, en un rincón, tirado. De repente lo miré, y dije: ¡pero si este es Alberto Mackenna! Así que lo rescaté, y me lo traje”.

Alberto Mackenna Subercaseaux fue un hombre que la historia, al igual que a su cuadro, mantuvo olvidado en sus bodegas. A la sombra de su tío en segundo grado, Benjamín Vicuña Mackenna, no hay calles ni museos que recuerden su obra en esta ciudad, a pesar de ser uno de los santiaguinos más comprometidos por el desarrollo y la modernización de la capital durante el siglo XX.

El principal legado de este periodista e intendente de la capital entre 1921 y 1927 puede apreciarse desde casi cualquier punto de Santiago. No es el Museo de Bellas Artes –del cual fue uno de sus principales impulsores; tanto así, que decidió su ubicación, “un rincón donde se confundían los perros vagos con los puercos en busca de desperdicios”– ni la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Chile –de cuya creación resultó ser uno de sus precursores–. Es el cerro San Cristóbal, una colina que hace cien años era un peñón seco y pelado, perforado por la extracción de piedras, pero que para Alberto Mackenna tenía el potencial de ser lo que es hoy: un parque urbano de 737 hectáreas, el más grande de Latinoamérica y el cuarto más extenso del mundo, sólo superado por parques de Estados Unidos.

“Cuando uno mira fotos antiguas, en las que se ve la forma en que se trabajaba el cerro, todo deforestado y erosionado, y ahora ves lo que hoy es este parque, con la cantidad de gente que viene, convertido en un ícono del paisajismo y de la sustentabilidad, se transforma en una historia bien bonita de cómo sí es posible recuperar lugares”, dice Mauricio Fabry, siempre bajo la mirada del retrato de Mackenna. “Un ejemplo de que se puede juntar a las personas”.

Después de una larga campaña, que comenzó con el diputado Pedro Bannen en 1898 y que culminó dieciocho años después con un proyecto liderado por Alberto Mackenna, el 28 de septiembre de 1917, se aprobó la ley 3.295, que expropiaba los terrenos del cerro San Cristóbal para destinarlos a la creación de un parque público.

“Nosotros hemos sido los poetas de la transformación de Santiago. Hemos perseguido un ideal de belleza y de progreso en un medio generalmente ajeno al sentimiento de lo bello y hostil a muchas de las manifestaciones del progreso”, escribió Mackenna en Santiago Futuro, un libro publicado en mayo de 1915, en pleno proceso por la conquista del cerro.

“Mackenna con su equipo tuvieron no solamente la visión, que quizá venía de antes, sino además la decisión y la capacidad de transformar el parque en una realidad, sabiendo que quizá ellos no iban a ver el fruto definitivo”, dice Claudio Orrego, actual intendente de Santiago. “Pero como digo yo, los hombres de Estado son aquellos que no trabajan para las próximas elecciones, sino para las próximas generaciones. Sin duda alguna que el intendente Mackenna era uno de ellos”.

De cantera a parque


La historia oficial, esa que aparecía ilustrada en el viejo billete de quinientos pesos con la pintura de Pedro Lira, dice que la ciudad de Santiago del Nuevo Extremo fue fundada en 1541, sobre la cima del cerro Santa Lucía. Las huestes de Pedro de Valdivia habrían lucido sus lustrosas armaduras y enarbolado sus estandartes al viento, mientras un indio descamisado les hacía de amistoso guía.

Pero la historia secreta –como diría Jorge Baradit, la que no está en cuadros ni billetes– cuenta que Valdivia y sus hombres, que llegaron en diciembre de 1540 al valle de Santiago después de once meses de viaje desde el Cuzco, se instalaron agotados en las faldas del cerro más alto frente al Mapocho, una loma que los lugareños llamaban Tupahue.

Donde hoy estaría la calle Purísima levantaron su campamento, y después de otros meses de espera, mientras los soldados “se mostraban hoscos, cansados, escasos de alimentos y vestiduras” –como lo describe Alfonso Calderón en su Memorial del viejo Santiago–, el conquistador subió a la punta del cerro, divisó las posibilidades que entregaba el paisaje, y se decidió a fundar ahí una ciudad.

Durante la Colonia, el cerro funcionó como límite oriente de la capital –así lo verifica el acta de mensura de 1546– pero recién en el siglo XVIII, en una carta enviada al rey Carlos III por el gobernador Manuel de Amat y Junyent, se le describe por primera vez como San Cristóbal. ¿Por qué se le llamó así? Según Benjamín Vicuña Mackenna, porque la leyenda católica representa a este santo como un fornido gigante que lleva a Cristo en los brazos, una figura que también tiene la misión de proteger a los viajeros.

Así como para los pueblos originarios el cerro era un lugar icónico –Tupahue quiere decir “centinela” en quechua–, para los católicos se convirtió rápidamente en un espacio sagrado. Los españoles instalaron en su cumbre una enorme cruz de roble, de unos diez metros de largo, iluminada en las noches por la luz de innumerables velas, y que terminó en el suelo tras el terremoto de 1646.

No tan sagrado fue para la economía, que transformó al San Cristóbal en una de las principales canteras de Santiago. Con sus piedras primero se construyeron edificios –como los escalones y pilas del Palacio de La Moneda, en 1784–, luego calles –que a mediados del siglo XIX requerían ser pavimentadas– y también se canalizó el río Mapocho, en 1888. La intensa explotación del cerro provocó varios derrumbes, y como la ciudad ya había alcanzado sus laderas, muchos vecinos se asustaron pensando que la caída y movimiento de estas rocas correspondían al nacimiento de un volcán.

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