PARÍS.- El terremoto de San Francisco del 18 de abril de 1906 inauguró el siglo XX, en que la sismología experimentó grandes progresos en sus conocimientos científicos pero sin lograr su sueño dorado: predecir esos complejos, y en muchos casos mortíferos, movimientos de tierra.
"Conocemos las zonas donde tendrán lugar los mayores temblores de tierra; somos capaces de vigilar su campo de deformación, pero seguimos siendo incapaces de predecir el día, la hora y la magnitud del próximo sismo", declaró la sismóloga Catherine Berge-Thierry y, que trabaja para el Instituto francés de Radioprotección y Seguridad Nuclear (IRSN), explicó cómo "a principios de siglo se disponía de una instrumentación arcaica y de un conocimiento muy parcelado sobre a qué se deben los temblores de tierra que sacuden el planeta".
"Existían teorías sobre continentes a la deriva, surgidas de la observación de un parecido entre los perfiles de los continentes, como si la Tierra fuese un rompecabezas", recordó la experta.
Las primeras pruebas científicas de la llamada tectónica de placas sólo aparecieron después de la Segunda Guerra Mundial, gracias a grandes estudios de observación del fondo de los océanos.
Fotografías y relevaciones magnéticas "sacaron a la luz los grandes perfiles de las placas que llamamos dorsales oceánicas", ofreciendo la imagen del fondo de los océanos formado por "dos capas en movimiento que se separan entre sí y permiten al magma subir hacia la superficie", explicó.
Esas "dorsales oceánicas son el lugar de creación de la materia. Es ahí donde el magna nuevo sale del interior de la Tierra", continuó.
En el otro extremo de la placa oceánica, la corteza terrestre es presionada bajo la placa continental y vuelve hacia el centro de la Tierra, como en Japón, o si no, se empuja hacia fuera "en forma de cresta", formando así las montañas.
El proceso crea resistencias y deformaciones en las líneas de unión de las placas, que terminan por separarse bruscamente.
"El temblor de tierra se produce cuando la falla no es capaz de resistir a las presiones que sufre", resumió Berge-Thierry.
Actualmente los satélites vigilan esos movimientos de forma muy precisa, registrando las variaciones de posición de antenas satelitales instaladas en el suelo que acompañan las deformaciones de la corteza terrestre.
Instrumentos de gran precisión registran la menor anomalía, incluso deformaciones ínfimas de la corteza terrestre, así como variaciones magnéticas o emisiones de radón, un elemento radioactivo contenido en los fluidos subterráneos.
Uno de los factores más difíciles de prever son los movimientos del suelo durante un terremoto, que dependen de las propiedades del subsuelo y no sólo de la distancia con respecto al epicentro.
Así quedó patente en el sismo de la capital de México en 1985, cuando la ciudad sufrió enormes destrucciones pese a encontrarse a 1.000 kilómetros del epicentro, ya que la ciudad fue edificada sobre un antiguo lago colmado de sedimentos que actuó como una caja de resonancia.
Sin embargo, pese a los adelantos, Berge-Thierry reiteró que lo único que no puede hacer la sismología es predecir los terremotos.
Por eso la sismóloga concluyó que el nuevo desafío "para los próximos decenios será hacer trabajar juntos a dos mundos por ahora tan distintos como el de la investigación y ese otro de los ingenieros que construyen edificios antiterremotos".