Sólo tres u ocho casas quedaron en pie luego del paso del huracán.
APGILCHRIST.- La puesta de sol es preciosa en Gilchrist. El cielo se ilumina en cuestión de minutos primero de rojo, luego de añil y finalmente de toda la gama de grises para fundirse en el negro de la noche. Es casi lo único que queda intacto de lo que hasta el paso del huracán "Ike" fue una turística localidad de unos 750 habitantes al sureste de Houston.
Ahora apenas quedan en pie entre tres y ocho casas, y seriamente dañadas. De las otras aproximadamente 200 viviendas que había, dado que su población crecía en la temporada veraniega, no hay ni rastro. El huracán, con sus vientos de 175 kilómetros por hora, y la marea, con crecidas de entre seis y ocho metros, se llevaron por delante absolutamente todo.
No hay postes de la luz, ni cimientos ni carteles de calles. Por no haber no hay ni calles, pese a que el GPS insiste en que a la derecha salen las avenidas Paisley, Mabry y Van Zant. Todo es un solar cubierto de arena y hierbas y mucha agua.
En unos 20 kilómetros a la redonda la escena típica hasta la pasada semana solía ser un rebaño de vacas pastando. Hoy todo parece un gigantesco arrozal, en el que unos pocos granjeros se hunden en barro hasta la cintura en su afán por reunir a un ganado aún visiblemente aturdido. Los nuevos jefes de la comarca son los caimanes, que desafían incluso a los vehículos de rescate, los únicos que acceden a una carretera semiinundada.
"Todo fue barrido al Golfo de México o a la bahía", explica dónde está la materia desaparecida Aaron Reed, portavoz del Departamento de Parques y Vida Salvaje de Texas. Normalmente su labor es otra, pero con ocasión del huracán pusieron sus lanchas al servicio del rescate.
Desde sus barcos de fondo plano para aguas pantanosas, el domingo ya sacaron a 30 personas del extremo más sureste de la Bahía de Galveston, a unos 100 kilómetros de Houston. El lunes ya sólo fueron cuatro, todos ellos miembros de una familia que se refugió en el ático de su casa con sus perros y gatos.
De los habitantes de Gilchrist, sin embargo, no hay rastro, ni vivo ni muerto. Las autoridades rezan para que todos hubieran evacuado el pueblo, pero en su interior saben que, como en todo el área afectado por "Ike", un reducto de obstinados siempre se queda.
Sus posibilidades de supervivencia son nulas: "Tenemos reportes de gente desaparecida. Cuando se retire el agua suponemos que vamos a encontrar algunos cuerpos", afirma Reed.
Los mayores temores de las autoridades se centraban en Galveston, donde tocó tierra el ojo del huracán en la noche del viernes al sábado. Pero la devastación es mucho mayor en la península de Bolívar. Gilchrist está completamente arrasado, en High Island varias casas aparecen derribadas y la gasolinera local tiene un metro y medio de agua.
Al resto de la península sólo llegaron los equipos de rescate, y describen escenas espeluznantes. "En Crystal Beach apenas quedan unas casas en pie, aunque está mejor que Gilchrist, y en Port Bolivar también hubo cuantiosos daños", dice Reed.
Ya es noche cerrada en lo poco que queda de Gilchrist, pero a lo lejos se ven los faros de un vehículo acercándose desde el suroeste, llegando de un lugar imposible. El puente que une las dos partes del península está prácticamente derruido, pero Bobby Anderson fue capaz de cruzarlo en la oscuridad en la camioneta que él mismo limpió de arena y agua pieza a pieza. Está hambriento y sediento, después de varios días comiendo carne cruda y bebiendo el agua del deshielo de su congelador.
Cuando llegó la tormenta, el albañil de 56 años fue llevado por un golpe de mar. Logró nadar hasta casa de unos vecinos y sobrevivir allí hasta que amainó. Su compañera, de la que dice no conocer su nombre completo, no lo consiguió.
Pero Anderson se niega a hablar de ello. Prefiere gastar sus fuerzas en criticar a los equipos de rescate, que se negaron a darle comida para lograr que se marchase.
Sus argumentos para quedarse pese a las claras advertencias sobre el "potencial devastador" de "Ike": "No me gustaba la idea de que me llevaran de un sitio a otro sin saber adónde voy".
Atrás dejó a una veintena de amigos refugiados en la iglesia baptista y la escuela de Crystal Beach. "Espero poder volver a verlos algún día", afirma con la voz quebrada por primera vez. Promete volver en cuanto se lo permitan, porque asegura haber abandonado en su casa mucho y muy caro equipo informático.
Sin bajarse de su camioneta, parado en lo que algún día fue el paseo marítimo de Gilchrist, Anderson cierra su reencuentro con el resto de la humanidad con una improvisada elegía al pueblo que ya no existe. "Tenía varias filas de casas a ambos lados de la carretera. Algunas casas eran muy bonitas y muy bien construidas, parecía que iban a aguantar cualquier tormenta. Pero se ve que ésta no era una tormenta ordinaria".