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Crónicas de viaje: París por dentro

El viaje de una mujer para ayudar a su hija, se convirtió en la oportunidad para que nuestra lectora María Pilar González pudiese recorrer París, y Versalles en especial, como una habitante más. Esta crónica obtuvo el segundo lugar en el concurso de crónicas "Mujeres que Viajan Solas" de Revista Domingo de El Mercurio.

07 de Septiembre de 2012 | 11:29 | Revista Domingo
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AP

VERSALLES (Por María Pilar González).- Nunca antes viajé sola, pero esta vez era apremio de madre y abuela hacerlo. Debía ir a Versalles, París, para auxiliar a mi hija, casada con un francés, quien tenía que terminar su tesis antes de que naciera su primer hijo.


Esta vez me apronté para viajar con otra actitud, ya no como turista o en pareja. Ahora debería instalarme ahí por tres meses y vería la ciudad con otros ojos: ya no sería la típica visitante que camina apresurada, cambiando comentarios con mi acompañante y apurando las horas y minutos para alcanzar a verlo todo. No. Esta vez me tocaría estar al otro lado. Compartiría con los que viven ahí.


Fue raro tomar el avión y sentarme sola, sin mi eterno compañero de viajes. Fue raro hacer en Madrid el transbordo de avión, caminar sola por ese gran aeropuerto, subirme al tren subterráneo que te lleva al otro terminal para tomar la conexión. A pesar de la multitud que me rodeaba, nunca me sentí más sola. Llevaba además conmigo una doble carga emocional: la pena de dejar a mi prole por tanto tiempo y la ansiedad y alegría que sentía por ir en ayuda de ese querido gorrión mío que había partido para anidar en esas tierras lejanas.


Cuando sobrevolamos París y lo vi desde lo alto en todo su esplendor, confirme que éste sería un viaje especial, distinto.


Me instalé en la Rue Saint-Simon, en la pequeña pieza de un departamento ubicado en la deuxième ètage de una antigua construcción, que mi hija y su marido habitaban en Versalles. Bastaba asomarme a la ventana que daba a un añoso jardincillo interior para intrusear el ambiente. Todos los días aparecía en él una viejecita que parecía salida de un cuento de Maupassant y que se dedicaba a limpiarlo, regarlo y emperifollarlo, dándole ese especial y ordenado toque de anciano jardín francés.


Empecé a subir y bajar cada día por las vetustas escalas del viejo edificio (donde todavía existen esas habitaciones a ras de suelo que cobijan a los conserjes, y esas mansardas a lo alto que aún huelen a antaño) para ir de compras y ayudar en lo que pudiera a esta hija, atareada en su trabajo y apurada por terminarlo antes del parto previsto para dos semanas más. Sin embargo, éste se adelantó. Comenzó a los tres días de mi arribo. Ahí se inició mi periplo diario hacia y desde el Hospital.


Mientras ella ponía en práctica sus deberes maternales, yo aprovechaba para ir de compras al vecino y pequeño supermercado ubicado dentro  de esas antiguas edificaciones, sin romper el cálido y viejo entorno. Otras veces, mis pies me llevaban al viejo mercado, tan típico de todas las ciudades francesas, donde se puede comprar de todo a bon marché.


Mi alojamiento estaba a pasos del famoso Château de Versalles y diariamente veía la multitud de turistas que pululaba por sus alrededores, que entraban y salían tal como yo lo había hecho tiempo atrás.


Esta vez me di el tiempo y el permiso para visitarlo con calma, relajándome y observando con otra mirada el ir y venir presuroso de los muchos que, de tan apurados, no miran, no ven y no se impregnan de esa atmósfera de otros tiempos.


De improviso, mi imaginación remontaba vuelo hacia los monárquicos personajes que habitaron esos grandiosos aposentos y jardines, lo que estimulaba mi curiosidad por esos tiempos. ¿Se imaginarían ellos el destino que les esperaba afuera? ¿Presentirían ese viaje final por las calles donde clamaba justicia un pueblo furibundo? ¿Dejarían sus huellas en fantasmales presencias para gritar su desgracia?


A veces, empujando el cochecito de mi nieto, recorría esos plácidos y ordenados  jardines, y también los de otras lujosas residencias antiguas, como el dominio de Montreuil, cercano al gran palacio y que fue una casa de campo regalada por Luis XVI a su hermana Elizabeth, quien nunca se casó. Ahí llevó una vida sencilla y feliz junto a sus amigas, para terminar también en el cadalso junto a su querido hermano.


O bien caminaba relajada por el bello entorno del Estanque de los Suizos, llamado de esa manera por ese gran estanque anexo al palacio, que fue agrandado por los guardias suizos al servicio de Luis XIV y donde se juntan hoy los estudiantes de la región para celebrar después de rendir el famoso baccalaureat.


Allí, en esas verdes áreas de esparcimiento, veía a diario a madres y padres acompañando a sus pequeños hijos que necesitaban correr y jugar para dar rienda suelta a sus espíritus de niños.


Tomando el tren, y en veinte minutos, estaba en el centro de París, donde los parisinos se diferenciaban de los turistas tomando el sol en sus plazas, haciendo sus compras del día a día, esperando a sus niños a la salida del colegio, leyendo un libro en los cafés, en el Metro o en los jardines, o aprovechando las playas que el municipio instala al borde del Sena.


También se les reconoce sentados en un bistró, esperando a alguien o, simplemente, mirando. Al turista en cambio se le ve generalmente en pareja o en grupos, desplegando su plano, con cara de despistado, mirando a todos lados, o bien escuchando como absorto a un guía  y tratando de captar algo que no sé si logra del todo.


Mi punto de referencia fue siempre Versalles, donde me metí en el mundo de los Luises, imaginándome todos los días cómo habría sido en esas épocas la vida de los habitantes que recorrieron estas viejas calles que me rodeaban, y que se mantienen intactas aún en tiempos en que todo se renueva. Intuyo que los que allí habitan siempre portan, de algún modo, esas costumbres y modos de sus antepasados.


Caminé asombrada por los tupidos bosques que rodean la ciudad, desde donde se obtienen espectaculares vistas de todo el entorno y, especialmente, del palacio y sus enormes jardines. Recorrí esas grandes y anchas calles y avenidas (de París, de St. Cloud, de Sceaux, le Boulevard de la Reine) que lucen frondosos  árboles y que nacen en diagonal desde el palacio.


En ellas descubrí las estatuas de importantes personajes que marcaron el lugar, como André Le Nôtre, el jardinero de Louis XIV, y la de J. Hardouin-Mansart, su famoso arquitecto. Me metí en la piel del ciudadano común, compartiendo las diarias compras con mi recién horneada baguette bajo el brazo, que acompañaría con un rico queso y con un sabroso pain au chocolat, mientras caminaba para tomar a tiempo el bus con sus inflexibles y ordenados horarios. En definitiva, empapándome de las rutinas de estos citoyens que me daban una pauta de su diario vivir y de sus costumbres.


Hubo días en que debí recorrer largos caminos hacia la campagne del norte de Francia, visitando a los abuelos de mi yerno, donde percibí una vida más tranquila y recibí la cariñosa bienvenida que me dieron esos nuevos parientes prestados. Cálidas acogidas que me hicieron sentir una más, brindándome albergue, ricas comidas y calor de hogar en esos lindos y antiguos pueblitos rodeados de  campos sembrados de trigos, colza y betarragas.


Viajé también hacia playas nortinas donde, caminando sus orillas, se puede encontrar vestigios de la última Guerra Mundial, con  reminiscencias de antiguos balnearios que aún lucen elegantes y maravillosas casas entre medio de modernos edificios que les van quitando terreno.


No sé por qué, al caminar por esas extensas playas sentí mágicas nostalgias de épocas antiguas donde un galo antepasado mío, a lo mejor mirando el mar y el horizonte, decidió abandonar esas tierras y dejar sus semillas en Chile. Mucho he reflexionado al respecto. ¿No será debido a eso, a esas gotas de genes galos que porto en mis venas que me siento tan à l'aise, tan cercana a este modo de vida al que, sin querer, sola, me ha enfrentado mi destino? ¿Tendrá este nuevo nieto mío algún destello de ese extraño bisabuelo que hace mucho tiempo partió desde esas tierras y desembarcó en Chile, dejándome un perdido apellido que ni siquiera sé bien cómo se escribe? ¿Será él quien traerá el eslabón que me falta para que dejen de rondarme los fantasmas del pasado?


Al final de mi estadía en Versalles, me sentía parte de esa linda ciudad. Me había acogido y yo me había amoldado cómodamente a ella. Conocía la panadera de mi cuadra, había visitado todas las pequeñas tiendas que existían en esas calles llenas de rincones y pasajes plagados de historias lugareñas; era asidua de su amplia y surtida Biblioteca; me abastecía en ese pintoresco marché abarrotado de alimentos frescos, para hacer esas comidas que siempre tienen el personal toque de chef français. Fui tentada también allí  con variados ropajes y accesorios que se ofrecen a bon prix. Me hice fiel clienta de esos pequeños restaurantes donde comía las variadas y ricas crêpes a las que tanto me aficioné.


Pero era hora de partir y, llegado el día, me encontré en el aeropuerto esperando el avión que me traería de vuelta. Después de varias horas, la aerolínea anunció que por motivos de clima el vuelo se suspendía y me enviaron a un hotel donde compartí la noche y gran parte del día siguiente con un grupo de chilenas de mi edad que, también solas, eran empedernidas viajeras. Esa noche hablamos con mi recién conocida compañera de pieza acerca de lo humano y lo divino, y comprendí que, por más sola que uno viaje, siempre habrá al lado o más allá alguien que te conecta con el mundo. Y te hace sentir acompañada.

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