Federico Heinlein
5/6/1998
En el Teatro Municipal de Santiago asistimos a una magnífica presentación de la Orquesta Filarmónica: el concierto de abono más reciente, dirigido por Gabor Ötvös, quien, de entrada, cautivó al auditorio con la obertura “Ruslan y Liudmila”, de Mijail Glinka, fundador de la ópera nacional rusa. El maestro invitado, más conocido entre nosotros por sus proezas operáticas, deslumbró ahora desde la tarima en el escenario. Sobre la suavidad del segundo tema de la excelente página se impuso el brillo de los demás, entregado con eficacia incontestable.
En 1909, Sergei Rachmaninov escribió su Concierto Nº 3 para piano y orquesta con motivo de una próxima gira por los Estados Unidos. Nunca alcanzó la popularidad del Segundo Concierto, cuya vena más melodiosa le granjeó la máxima simpatía internacional.
Tan temibles son los desafíos de todo orden del Tercero, que sólo un pianista muy preparado puede pensar en medirse públicamente con ellos. En la oportunidad aquí comentada obtuvo un éxito contundente la conjunción de los valores de Gabor Ötvös y el calibre sensacional del pianista germano Michael Korstick. Decisiva para este triunfo fue la coordinación perfecta del teclado con la batuta.
Aunque el sentimentalismo del Tercer Concierto sea menos azucarado, aflora en numerosos pasajes de nobleza romántica. Sin embargo, resulta evidente que el pianista compositor deseaba impresionar con su mecánica prodigiosa. Hay aquí exhibiciones de virtuosismo y torrentes de notas velocísimas que apenas permiten mayores episodios tranquilos donde podrían desarrollarse ambientes de ensueño.
Así y todo, nunca faltaron los toques finos ni los matices de poesía. Conmovió la atmósfera sutil de la orquesta al comienzo del Adagio, con sus ramificaciones anímicas en la parte rapsódica.
Hubo en la mancomunada labor de Ötvös y Korstick maravillosos deleites culinarios, en contraste significativo con la congoja orquestal antes del tránsito al último trozo, donde admiramos las brujerías técnicas, las cascadas sonoras y el esplendor del teclado en sus octavas finales. Después de tanta agitación rimbombante fue un solaz el pastoril Essercizio en Mi, de Doménico Scarlatti, que el pianista entregó muy sensitivamente al público enfervorizado que no lo dejaba irse sin un encore.
Ya poco queda por decir de la excelente interpretación por Gabor Ötvös de la “Sinfonía del Nuevo Mundo”, de Dvorak. El maestro corroboró su dominio sobre la orquesta, manejándola con sabiduría y ñeque. La macicez de ciertos tutti se trocó en delicadeza durante el eufónico largo y los tintes de elegía de la procesión sobre los pizzicati de contrabajos.
La certidumbre del director, quien dirige de memoria, supo calibrar con cariño la gracia del Molto vivace y contrastar la reciedumbre de algún detalle del Final con el canto conmovedor del clarinete, las reminiscencias de movimientos anteriores y el cordial adiós del primer corno a través de su purísimo Mi agudo. El maestro compartió la avalancha de aplausos, en primer lugar, con los vientos de la Filarmónica, héroes de esta jornada.