Ópera y Telenovelas: Pasión a Gritos
Los argumentos de las telenovelas apenas rozan las truculentas temáticas expuestas en la ópera. Pero la ópera no es sólo eso. No siempre, al menos.
Juan Antonio Muñoz H. 2/1/2004
Locos que recobran la razón, adulterios, guaguas perdidas, monjas embarazadas y envenenamientos. Situaciones y personajes recurrentes en el teatro lírico y acaso inspiración para el mercado de las telenovelas.

Jael Unger en la teleserie nacional "La Madrastra", emitida por canal 13 en 1981.
Porque si Moya Grau hubiera vivido en la Italia del siglo XIX, seguro que hoy “La madrastra” sería ópera firmada por Verdi o Puccini, y su papel protagónico lo tendría no Jael Unger sino Renata Scotto.
Telenovelas: palabrerías de amor, cebolla gruesa. Ópera: canturreos de amor y de muerte, cebolla finita. Y algo más. Audaz por excelencia, la ópera se atrevió a llevar a escena aspectos de la experiencia humana que otros artes no tuvieron el valor de abordar. La música, los viejos telones pintados y las grandes voces fueron y aún son cauce perfecto para la expresión de la naturaleza sexual del hombre y del instinto, aspectos de la irracionalidad humana que suelen verse encubiertos en el limpio desarrollo de la vida cotidiana. Vida esta última que quieren atrapar las telenovelas con su fútil aproximación a los sentimientos y las relaciones, en una pretendida copia de ciertos aspectos relevantes de la realidad.

Luciano Pavarotti como Cavaradossi y Carol Vaness en el rol de Tosca, en la ópera homónima de Puccini.
El drama romántico, animado luego por las aventuras de Sardou (“Tosca”) o Gabrielle D’Annunzio (“El inocente”), fue el caldo de cultivo para la experiencia operática del siglo pasado. Gracias a él y a los libretos de Salvatore Cammarano (“El trovador”), Felice Romani (“Norma”), Giovacchino Forzano (“Il tabarro”, “Suor Angelica”), Giuseppe Adami y tantos otros, la sociedad recibió en sus casas temas que antes nunca quiso tratar en forma pública. Y los grandes teatro pusieron sus escenarios a disposición.
Pasiones Transfiguradas
Melodrama es canto con acompañamiento de música (melos) y también puede ser entendido como una obra teatral en la que se exageran los trozos sentimentales y patéticos con menoscabo del buen gusto.
La ópera decimonónica sentó sus bases sobre la problemática amorosa y ayudó a su aceptación gracias a esa posibilidad rara de sincronizar el decir mucho sin aparentemente decir nada.
Es que el misterio de la ópera sigue encubierto gracias al aparataje artístico y social que rodea cada representación, y gracias también a la música, consubstancial a la unidad artística y capaz de sublimar los excesos o diluir la atención del público sobre ellos. Algo que la telenovela, como género, no puede conseguir.
Así vistas las cosas, la ópera -tan anterior a las teleseries- podría ser considerada modelo perfecto de estas últimas, ya que consigue respaldo social (estatus), apoyada en lo propiamente artístico: la interpretación musical, la calidad de los cantantes. Es gracias a ello que puede traspasar con los submundos relatados y las historias ocultas.
Además, su tejido musical es muy distinto al del texto. No se puede decir que la música por sí sola sea capaz de expresar los contenidos totales. Por lo menos así no sucede siempre. Si la experiencia wagneriana (“Tristán e Isolda”) consiguió la indisolubilidad, eso no se reproduce en todo el teatro lírico. En “El Caballero de la Rosa”, por ejemplo, la música corre por aguas muy distintas a las palabras, y qué decir de las inspiraciones musicales de Puccini para apenas relatar que su pequeña Mimí es costurera...
Para que exista ópera es necesario que la música asuma un papel expresivo. Vale decir, es preciso que las notas sean un elemento activo de la dinámica teatral y no sólo un rebuscado adorno.
La telenovela, en cambio, ha de resistir más tenazmente la presión de la razón y el intelecto, ya que su centro está absolutamente acotado en la trama, los personajes y las palabras que emiten: no se sobrepone a ello ninguna otra creación más inmaterial.
Esto remite a otro hecho también significativo por cuanto ordena axiológicamente las características de una y otra. Mientras la ópera ocupa la realidad y a veces ésta es una pequeña excusa para otra cosa, el género de las telenovelas está formulado específicamente sobre aspectos reales y quiere reproducirlos con el propósito de generar cercanía afectiva con el espectador y su entorno.
En esa pretensión de unir creación artística y realidad, la ópera definitivamente toma distancia y se hace arte porque su sustento primordial radica en la capacidad imaginativa y de recreación del que escucha u observa.
“Machos”, “Pecadores”, “Bellas y audaces” o “Trampas y caretas” no pueden permitirse una protagonista demasiado fuera de la norma, mientras que la ópera continúa atrayendo gente y enfrenta los llamados convencionalismos teatrales con valentía: una corpulenta señora que se acerca peligrosamente a los sesenta puede encarnar a una inquietante quinceañera. Toda una prueba para el imaginario del público y cero convivencia con la realidad.
De todo y para todos
Si las teleseries se inmiscuyen en las vidas de tantos, la ópera hasta el momento llega sólo al que quiere (y puede) acceder a ella. Pero sea como sea, la ópera ahí está repletando las salas con sus gritos de amor y de odio, y aunque su universo proyecte la experiencia estética, no cabe duda de que los argumentos de telenovela son apenas una pálida sombra frente a ciertas historias líricas.
Dibujando enigmas en las camas de tantos y llevando al sepulcro todas esas pasiones contra natura o contra lo establecido, la ópera está también animada por ciegos (“La Gioconda”, “Turandot”), mudos (¡hasta hay una muda en la ópera!), locos (“Lucia di Lammermoor”) y desmemoriados que recuperan sus facultades para volver a perderlas y luego volver a recuperarlas (“Los puritanos”). También abundan adúlteros (“Adriana Lecouvreur”, “Il tabarro” y tantísimas más), los asesinos y violadores (“Tosca”), los que extravían la guagua propia y se roban otra (“El trovador”) y los que van a dar a un convento después de entregarse por amor (“Suor Angelica”).
Es que la ópera es una entidad expresiva de orden dramático y por ello el asunto erótico (posesiones de amor, de poder) forma parte de ella. Y es por eso que los supuestos dramáticos en que basa su acción (temas de tipo político o religioso o social) son, en la mayor parte de los casos, inseparables de un tremendo problema amoroso central que sólo encuentra en lo anexo un contexto para desarrollarse.
Por otra parte, en su explicitación erótica la ópera ha ido mucho más allá que otros géneros y se vincula casi con la perversión al verificarse que la mayor parte de los rituales amorosos que acompaña nunca se materializan sino en la ficción del espectador. Sus grandes amores suelen ser apenas extensos coitos interrumpidos, dulcificados y acabados por las atmósferas musicales encontradas por los creadores. Los ejemplos son muchos y van desde la “Ariadna” de Monteverdi, en pleno Renacimiento, hasta la muerte de amor de los amantes wagnerianos. Todo eso pasando por Mozart (cuyo catálogo incluye desde el estupro al rapto), Rossini (que comenzando el mil ochocientos se atrevió con el incesto en “Semiramide”), Verdi (que en “La traviata” hizo protagonista a una prostituta redimida) y Puccini (que puso en escena todas las renuncias femeninas imaginables).
Lo anterior se extiende al siglo XX con las preocupaciones psicológicas de Richard Strauss (“Elektra”) y la audacia de Berg, que se animó incluso con el lesbianismo en “Lulú”.