Mario Córdova
(13/01/2004)
En una jornada cuyo brillo estuvo más en su razón de ser que en las obras interpretadas, la Orquesta Sinfónica de Chile celebró el 63 aniversario de su creación. La conducción fue del director titular David del Pino Klinge.
Si en más de alguna vez esta columna ha señalado que esta agrupación suele ofrecer programas excesivamente variados, con obras de decidido contraste en cuanto a temática, estructura y duración, este concierto aniversario fue una de esas ocasiones. Mezclar en una misma jornada un concierto para fagot de Mozart, una camerística bachiana brasileira con soprano de Villa-Lobos, dos obras chilenas (una orquestal y otra con canto en idioma indígena) y rematar con la suite de "El caballero de la rosa" de Strauss, fue demasiado.
En todo este curioso cargamento musical hubo dos momentos de clara superioridad interpretativa. Uno fue el "Preludio para Orquesta" del chileno René Amengual, obra en la que el maestro del Pino y sus dirigidos dieron lo mejor de sí. La breve pieza para orquesta sin percusión no alcanza grandes dimensiones sinfónicas y se desarrolla a través de sonoridades finas y muy equilibradas, encaradas con excelencia por una batuta cuidada y justa. La melodía surgió plena, rindiendo máximo tributo a una partitura siempre amable, de engañadora simpleza.
El otro gran momento fue la sección inicial de la "Bachiana Brasileira N 5" de Villa-Lobos, en su versión original para soprano y conjunto de violoncellos. La solista fue Patricia Cifuentes, la soprano que hoy todos quieren escuchar tras haber ganado el Concurso Luis Sigall. Por sobre aquel inusual marco instrumental, que no siempre tuvo la necesaria fluidez, se impuso el hermoso canto sin palabras de esta soprano, fino y expresivo, coronado por una final a boca cerrada de real impacto.
En las otras obras interpretadas aparecieron bemoles por diferentes flancos. En el Concierto para fagot de Mozart, el solista venezolano Arión Linárez tuvo una imperdonable falla en la cadencia del primer movimiento. Las canciones (sólo dos) del "Friso araucano" de Carlos Isamitt sonaron más a anécdota vernácula que a fragmentos de una obra mayor.
El cierre de la jornada con la citada suite de Strauss no encontró en su día ni a los sinfónicos ni al maestro Del Pino. Más allá de cualquier insuficiencia formal de la interpretación hubo un mayor problema de fondo, cual es la carencia de la finura, elegancia e incluso ironía que debe empapar la obra.