“L’incoronazione di Poppea”: La aventura de hacer Monteverdi
Juan Antonio Muñoz H. 31/8/2004
Descubrir a Claudio Monteverdi (1567-1643) es un placer de esos que pueden llegar a cambiar la vida. Este maestro de los afectos y las emociones es también un prodigio en organización armónica, rítmica y polifónica; su obra es de una variedad impresionante a la vez que está llena de audacias y contrastes que interpelan el intelecto y el corazón. “El compositor moderno crea sobre los fundamentos de la verdad”, escribió Monteverdi en 1605, confirmando su idea de hacer prevalecer el mundo expresivo por sobre la estructura.
Asumir la tarea de poner en escena cualquiera de sus óperas o atreverse con sus madrigales y lamentos es tarea de estudio e involucra grandes riesgos; en especial en un país como Chile, que no cuenta con muchos músicos especializados y, menos todavía, con cantantes que hayan seguido a cabalidad los pormenores de la vocalidad italiana de los siglos XVI y XVII.
“L’incoronazione di Poppea” —estrenada en Venecia en 1642; libreto de Giovanni Francesco Busenello según el libro XIV de los Anales de Tácito; y redescubierta por Taddeo Wiel en 1888— es la ópera de Monteverdi que con mayor frecuencia se encuentra en los escenarios. Proviene de dos fuentes, una de Nápoles y otra de Venecia, y en general se opta por una mezcla de ambas.
No queda más que agradecer a Sylvia Soublette, quien resuelve estrenar para Chile esta ópera magnífica. El trabajo lleva meses de gestación, durante los cuales, a la manera de un taller, se ha ido dando forma a la elusiva partitura, puliendo los rudimentos y materializando los mejores encuentros entre ejecutantes y los requerimientos del compositor. Los resultados son disparejos en varios aspectos, pero la aventura merecía una oportunidad.
El grupo instrumental partió bastante impreciso y a tientas, pero fue consolidando su participación, ayudado por el trabajo de Hernán Muñoz (violín barroco); el continuista en cello Fabio Pérez; los clavecinistas Camilo Brandi y Edgardo Campos; la labor en teclados de Alma Campbell y en arpa de Tiziana Palmiero. Poco a poco, el conjunto fue encontrando mayor coherencia en el discurso y escuchando con mayor concentración lo que sucedía con las voces en el escenario. Sylvia Soublette estaba ahí vigilándolo todo, atendiendo cada detalle, afanada por hacer fluir la música sobre el enorme parlar cantando que trae aparejado la ópera. Hermosos hallazgos tuvieron las danzas y el delicado acompañamiento para el canto de Arnalta mientras vela el sueño de Poppea.
Muchas de las voces con que se contó son solventes, pero pocas tienen en verdad internalizado lo que es Monteverdi. Los adornos de esta época y la forma de decir los textos son en nuestros días objeto de largos estudios y presentan verdaderos quebraderos de cabeza para cantantes experimentados en otras lides del repertorio. Quienes manejan mejor esto son Carmen Luisa Letelier (Arnalta), quien además participa de manera entrañable del juego teatral, y Bernardo Vargas (Ottone), contratenor experimentado que aquí se vio un poco incómodo en el uso de su registro central, pero que ha sacado lustre a su timbre y que ha consolidado su musicalidad.
Patricia Cifuentes asumió Poppea; nadie puede dudar que tiene una estupenda voz, una técnica sólida y una figura ideal, pero estas arenas tan específicas no son las suyas. Se quisiera también que libere a su personaje de una inconveniente pasividad. Esa que no tiene en absoluto el enérgico y comprometido Nerón de Pedro Espinoza, tenor que da cuenta de su atractivo color de voz y de la facilidad de su canto, pero que también tiene pasos que dar en estilo: apartarse del portamento, no subrayar la melodía a la manera como se hace en el siglo XIX y liberar sus cascadas. Uno de los personajes más interesantes de esta ópera es Ottavia, la reina despreciada. Jeanette Pérez puso énfasis y cuidado musical, pero se trata de una parte que queda mejor en una mezzo o en una soprano dramática; de otra forma, el carácter de Ottavia se desdibuja. Marcelo San Martín asumió las profundidades de Séneca y su voz le respondió con exactitud, aunque el color más rico no está en los graves sino en el centro; como actor debe participar de manera más activa. Llamó la atención el rico material de Evelyn Ramírez, casi una contralto, que brinda una excelente Nutrice y que podría dar mucho en este repertorio; lo mismo María Teresa Domínguez (Drusilla), soprano de timbre cristalino aunque de canto descuidado. Muy bien el Lucano de Gerardo Wistuba y la diosa Venus de Violaine Soublette.
La régie de Carmen Barros y Gerardo Wistuba resuelve mejor los dúos de la pareja central y las escenas de Ottavia y Séneca. Se observa un cierto desorden que irá disminuyendo con el correr de las funciones, pero también falta un acabado compromiso con lo que se dice, con el valor de las palabras, con la intención de ellas y las tantas lecturas que propone el admirable y audaz texto de Busenello. Sin ese nervio expresivo, clave en Monteverdi, es difícil conquistar al público. La escenografía es funcional y el vestuario ofrece una mezcla con elementos de época y otros del teatro lírico barroco (Jack Edwards y Carolina Monge). Excelente el aporte de las coreografías de Sonia Araus y la Compañía de Danzas Antiguas de Sara Vial.