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El canto de la mente perdida 17/7/2005

18 de Julio de 2005 | 00:00 |
En el teatro lírico del siglo XIX, todo está permitido. Un mundo de fantasmas y ruinas medievales, en el que se pasean las mujeres abandonadas y sus amantes culpables. Lugares elegidos para levantar la voz en una aterradora escena de locura.

Audios
Escuche tres ejemplos de la Escena de locura de «Lucia di Lammermoor»:

Maria Callas, Orquesta Sinfónica de la Radio de Berlín, Herbert von Karajan (1955).

Cristina Deutekom, Orquesta Filarmónica de Amsterdam, Carlo Franci (1975).

Sylvia Sass, [Versión de María Malibrán] Orquesta Estatal Húngara, Ervin Lukács (1981).

Maria Callas durante la escena de locura de «Lucia di Lammermoor» en La Scala de Milán, 1954.

Alexandra von der Werth en el papel titular de "Lucia", Teatro Municipal de Duisburg, 1999.

Joan Sutherland, en el Covent Garden de Londres, 1959.
Funciones
Con Emilio Sagi en la régie -quien traslada la acción desde el siglo XVII a la época victoriana- y la dirección musical de Roberto Rizzi-Brignoli, vuelve al Teatro Municipal de Santiago la ópera «Lucia di Lammermoor», de Donizetti. Los protagonistas serán la soprano Elizabeth Futral (Lucia), el tenor Tito Beltrán (Edgardo), el barítono Vitaliy Bilyy (Enrico), el bajo Egils Silins (Raimondo), el tenor José Castro (Arturo) y la mezzosoprano Marisol Hernández (Alisa). Las funciones del Encuentro con la Ópera, tendrán en los roles protagónicos a la soprano Patricia Cifuentes (Ganadora del Concurso Luis Sigall), al tenor Juan Carlos Valls, el bajo Patricio Méndez y el bajo-barítono Homero Pérez.

Las fechas son las siguientes: Opera Internacional: Jueves 21 de julio, 19.00 horas (Serie C-1); Sábado 23 de julio, 17.00 horas, (Series C-3/ D-5; Martes 26 de julio, 19.00 horas, (Serie C-2). Encuentro con la Opera: Viernes 22 de julio, 19.00 horas (Serie C-5); Lunes 25 de julio, 19.00 horas, (Serie C-7) y Miércoles 27 de julio, 19.00 horas (Serie C-9, Abono Sábado Joven).
Por Juan Antonio Muñoz H.


El pathos encuentra su clímax en la ópera romántica, nacida de una estética que parte por desarmar las estructuras y huir de la objetividad del entorno. Signo de las ansias de evasión de un espíritu asfixiado, las escenas de locura son ejemplo definitivo de que la fuerza del género operístico radica en su escape de lo cotidiano.

La esencia de la ópera es que pone en escena lo que, paradójicamente, no se puede representar. Por eso, Offenbach tiene permiso para convertir el canto en muerte (Antonia en «Los cuentos de Hoffmann»), y Donizetti se permite que una débil asesina, durante casi quince minutos, imagine fantasmas mientras conversa con una flauta («Lucia di Lammermoor»).

Romanticismo es intuición puesta en arte. Anuncia el fin de las formas establecidas y el triunfo del cambio infinito.

En ese ambiente que rompe con las opiniones reaccionarias, la ópera —la voz— viene a ser un buen metal conductor. Puro cobre. Una instancia aceptada socialmente, abierta y participativa: el sitio perfecto —el único posible— para que una prostituta venza moralmente a la burguesía («La traviata»).

La ópera permitirá vivir lo no aceptado, la vida oculta del pensamiento y el deseo. La otra escena, la del subconsciente, tendrá espacio dramático y se vestirá con trajes pesados en un marco escenográfico impresionante. Y la voz cantada será vehículo de fuga; manifestación de construcciones individuales subjetivas y fuera de la norma. Mundos enfermos y mundos no expuestos. "La razón puede equivocarse; el sentimiento, nunca", decía Schumann.

Escape, desajuste crónico, música ad libitum (según el propio gusto), libretos descabellados, canto angélico para representar la demencia: definitivamente, el bel canto resultó ser buen caldo de cultivo para las mentes perdidas.

La ópera romántica dio la espalda a los severos marcos clásicos y privilegió los fuegos artificiales, la pirotecnia vocal, el virtuosismo. Las voces fueron exigidas al límite y la sociedad respondió aportando ovaciones y cantantes de registro amplio, bien dispuestos a los sacrificios diseñados por Thomas («Hamlet»), Rossini, Donizetti, Bellini y el temprano Verdi.

La lógica del sonido se extravió, y las piruetas sobreagudas se transformaron también en signo de una conciencia virtuosística: la voz —como la razón— subía y bajaba, hacía escalas, cadencias, cabalettas y trinos: la música de los personajes del bel canto representó así a la mente desequilibrada. Y la belleza ya no se encontró en la aplicación de una forma, sino en las variaciones efectuadas sobre ellas: son un camino a la transgresión liberadora.

Nocturna Lucia

Algunos desalmados dicen que la música romántica italiana es pura sensiblería. Pero la palabra sensibilidad es más exacta y respetuosa, y dice relación con el ánimo susceptible del mundo romántico, que obliga a sus creaturas a reaccionar radicalmente ante los escollos impuestos por el entorno.

De ahí nacen los enojos despóticos de las reinas Tudor, de Donizetti (en particular, Isabel I, de «Roberto Devereux»), y la locura de «Lucia di Lammermoor» (1835), que corretea fantasmas después de asesinar al marido.

Ya en el primer acto, la protagonista da indicios de su fragilidad mental y sus gustos: pasea por los cementerios, se le aparecen fantasmas junto a una fuente y vive en el mundo de los sueños. El compositor lo describe con una paleta nocturna, lunar, lo que corrobora la creación de un personaje en el límite, frágil de verdad, poseída por miedos y con claros problemas familiares: su familia Ashton vive en continuo enfrentamiento con los Ravenswood, de donde provendrá su Edgardo, amante que le es negado.

Donizetti se inspiró en "La novia de Lammermoor" (1819), de Walter Scott, cuya mirada es más dura, si se quiere, y enfatiza el escape de la realidad producto del amor contrariado. Esta novela fue objeto de seis versiones musicales entre 1827 y 1834. Con libreto de Salvatore Cammarano, el compositor vestirá la locura de Lucia con melodías bellísimas, disfrazando así su patología. Algo que contrasta fuertemente con la imagen que de ella quiere dejar Edgardo, en la escena final, cuando en el aria "Tu che a Dio spiegasti l’ali" describe a Lucia como una mujer lúcida y angelical.

Tras el crimen del novio impuesto, Lucia se mostrará aliviada, como si la escena previa no hubiera ocurrido nunca. Se imaginará en el altar junto a su Edgardo, cantará "Al fin soy tuya, al fin eres mío" y creerá ver cómo resplandecen las velas de la iglesia y los rostros de los santos. Cuando dice "cubran con llanto amargo mi velo terrestre" ("Spargi d’amaro pianto"), parece que la calma se recobrara otra vez, pero aquí emerge el espíritu romántico, y las frases empiezan a sufrir modificaciones: se deforma la línea, los giros armónicos resultan impredecibles, y las coloraturas comentan a su manera las luces que se prenden y apagan en la mente de la protagonista.

Peter Conrad, en "Canto de amor y muerte", escribe que "Lucia di Lammermoor era la ópera que convenía a Madame Bovary, de Flaubert, a su vez una fantasiosa irreprimible".

Amnesia y sangre

Y como la tragedia del loco se relaciona también con el aislamiento y la soledad, el mismo año del estreno de "Lucia", Vincenzo Bellini deriva la locura hacia el sueño amnésico de la puritana Elvira, que opta por adormecer para sí misma el entorno que ya no puede soportar.

En "I puritani" (1835), Bellini toma un poco feliz libreto de Carlo Pepoli y se bate a duelo con el mundo opresivo de la guerra civil inglesa en tiempos de Cromwell. La trama narra el amor de Elvira por Lord Arturo Talbot, quien debe abandonar a la dispuesta novia ("Soy una virgen graciosa", asegura), para rescatar a Enriqueta, viuda de Carlos I, recién decapitado.

Elvira pierde la razón. No resiste la implacable realidad política a la que está sometida su existencia, y descansa de ella en el canto demente. Así, eximida de participar en el desarrollo del drama mismo y fuera de la realidad, se pasea por la escena, protagonizando el cuento sin intervenir más que a través su canto virtuoso, expresión de un estado de conciencia libre, sin trabas. La joven no se consuela hasta que Arturo vuelve, con lo cual recobra el juicio, para volver a perderlo al ser éste condenado a muerte y, nuevamente, volver a recuperarlo al llegar a tiempo el perdón de Cromwell.

El canto de Elvira es la expresión de su inconsciente. Se refugia en la locura (su anestesia) para no participar. No es capaz de asumir el dolor y prefiere vagar cantando.

Giuseppe Verdi toma esta acumulada experiencia auditiva y teatral, y traza desde ella una de sus mejores escenas. «Macbeth» (1847), basada en la obra de Shakespeare y con libreto de Francesco Maria Piave, es una partitura apasionante pero con altibajos: hay críticas para el tratamiento de las brujas, el ballet del tercer acto y la escena patriótica que no podía faltar en una ópera italiana. Pero nadie duda de que el sonambulismo de Lady Macbeth no puede faltar en una antología del teatro lírico.

A los 33 años, el músico pudo intuir que el centro de su obra era esa escena, y para eso no le servía ni un largo recitativo ni un aria convencional. De manera que escogió un amplio arioso, con elementos de recitativo, y enmarcó el duro trabajo vocal con un largo preludio y un postludio, para que a nadie le cupiera ninguna duda de que estaba ante un fragmento importante.

La soprano Marianna Barbieri-Nini, quien encarnó a Lady Macbeth en su estreno, recuerda así su estado y el de Verdi después de ese momento, considerado cima de las escenas de locura del siglo XIX. Lady Macbeth, atormentada, ha perdido la razón y se pasea sonámbula, tratando de lavar de sus manos la sangre derramada, algo que no consiguen ni todos los perfumes de Oriente:

"Aún no se había apagado la tormenta de aplausos y yo estaba de pie en mi camarín, temblorosa, agotada. De pronto se abrió la puerta y Verdi apareció ante mí. Gesticulaba y movía los brazos como si quisiera pronunciar un discurso, pero no podía. Yo lloraba, reía, y tampoco podía decir nada. Pero vi que él tenía los ojos enrojecidos. Me apretó con fuerza la mano y salió".

Sueño psicoanalítico

Los teatros europeos vieron aparecer decenas de locos. No todos los debemos a Donizetti y Bellini. Mussorgski en «Boris Godunov» (1868-1874) pintó la locura que nace del poder absoluto y del remordimiento por el crimen que lleva a él. Un poco más tarde, incluso el ruso Tchaikovsky anduvo esbozando un retrato de su propio extravío en Hermann de «La dama de picas» (1890).

El manicomio se extendió también al siglo XX, en el que se incubaron el desquiciado soliloquio de la Mujer en «Erwartung», de Schoenberg; «Wozzeck», de Berg, y «Juana La Loca», «María Golovin» y «La Medium», todas de Menotti. También Joseph Horovitz asusta con la potente y dramática escena para la señora Macbeth, una obra que le fue comisionada para el Festival de Bergen de 1970, sobre líneas de diferentes textos del tremendo personaje.

La compositora chilena Leni Alexander recordaba hace un tiempo que "Freud tenía una posición ambivalente hacia la música". Efectivamente, Siegmund Freud, piedra angular del pensamiento psicoanalítico, siempre dijo que las obras de arte ejercían sobre él una poderosa acción, aunque, humildemente, advertía que le atraía más el contenido de ellas que sus cualidades formales y técnicas. Sin embargo, la música le había cerrado el paso y no podía acceder a ella con facilidad. Llegó a escribir: "Para muchas expresiones y efectos del arte, me falta en realidad la comprensión debida... Una comprensión racionalista o analítica se rebela en mí, en contra de la posibilidad de emocionarme sin saber por qué".

Freud no entendía la lógica de la música (algo que lo irritaba terriblemente) y, sólo por eso, cerraba sus oídos a escucharla. Las excepciones fueron, sin embargo, las partituras acompañadas de libreto, pero en esas ocasiones, su interés se centraba en el texto. En muchos de sus escritos figuran vínculos y relaciones con los personajes de «Don Giovanni» y «Las bodas de Fígaro». También de «Carmen» (la idea del viaje hacia la muerte) y «La flauta mágica» (alcanzar el entendimiento consciente).

Junto a cierta cerrazón al mundo musical como causa de una experiencia placentera, Freud conocía que la música podía alumbrar mucho sobre la denominada "otra escena". Escribió: "Las melodías que acuden a nuestra imaginación sin razón aparente, se revelan en el análisis como determinadas por una cierta serie de ideas de la cual forman parte y que tienen motivos justificados para ocupar nuestro pensamiento, aunque nada sepamos de su actividad relevante. Resulta fácil demostrar que la evocación, en apariencia involuntaria, de tales melodías, se halla en conexión con el texto o con su procedencia".

La música para la escena compuesta en el siglo XX no pudo desvincularse del pensamiento de su tiempo y de su evolución. Leni Alexander comenta que "es probable que si Freud hubiera conocido «Wozzeck» y la música de Alban Berg, habría sentido muy intensamente, a través de ésta, el drama de los personajes patológicos y sus almas vulnerables, como algo muy cercano y familiar. Estos personajes nos aproximan, además, a la esfera de los aparecidos y de los sueños non vixit, sueños donde se nos aparecen personas cuya muerte no hemos asumido todavía".

Si el pensamiento de Nietzsche se anidaba ya en la obra de Richard Wagner, sin duda los descubrimientos psicoanalíticos y el hecho de llevar el mundo de lo inquietante a las conversaciones de salón, se tenían que reflejar en la música de este siglo.

Recién entonces podrían incorporarse ciertos indicadores de sensualidad en su régimen armónico, y no iban a resultar maléficos los vínculos con el universo erótico y el mental. Subirían a escena las irregularidades afectivas, la transubstanciación de las pasiones y los sexos, los miedos, los anhelos y la propensión humana al crimen.

Fue en ese marco que Richard Strauss compuso la maravillosa perversión de su «Salomé», que evoca el misterio del amor sobre la cabeza de Jokanaan, y, más tarde, el derrame familiar incontenible de «Elektra».

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