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Revolución en la casa

15 de Septiembre de 2006 | 00:00 |
La banda metalera de alcance internacional liderada por el vocalista y bajista chileno Tom Araya dio un concierto rápido e intenso para diez mil de sus fieles, en un velódromo del Estadio Nacional tomado como un campo de batalla.

David Ponce



Ángel de la muerte: Slayer, con Tom Araya (en la foto) a la cabeza, prendió un campo de batalla en el velódromo del Estadio Nacional (foto: Christian Iglesias).
Las largas pausas que el vocalista y bajista Tom Araya se tomaba antes de empezar varias de sus canciones parecen demostrarlo: para Slayer, su banda, un grupo con más de veinte años a la cabeza de las más extremas escenas metaleras mundiales y con décadas de giras internacionales en el cuerpo, tocar en Chile, como lo hicieron el pasado sábado 9 de septiembre, es algo distinto.

El hecho de que Araya haya nacido hace 44 años en este país podrá ser una anécdota en cualquier parte del mundo, como es razonable, menos aquí. Hombre de pocas palabras, el vocalista al final resumió el sentimiento con un lacónico "¡Chile en el corazón!", después de un concierto no muy extenso, de apenas una quincena de canciones, pero tan breve como intenso. El grupo alimentó entre la audiencia un fervor constante del peor nacional-metalismo, pero también, y lo que de verdad importa, de devoción musical al máximo.

Más de diez mil personas abarrotaban la cancha del velódromo del Estadio Nacional en un mar compacto de cabezas negras cuando Slayer salió a escena, y en adelante iba a ser una seguidilla de canciones reconocidas, gritadas a voz en cuello y bailadas a empellones por la audiencia. El cuarteto volvió por tercera vez a Chile justo en el año en que acaba de aparecer Christ illusion (2006), su álbum más reciente, pero el grueso del repertorio salió de los discos que el grupo lanzó en los años ‘80, y que lo consolidaron como una referencia esencial del metal extremo.

"Hell awaits" (del LP Hell awaits, 1985), "Reign in blood", "Postmortem", "Angel of death" (de Reign in blood, 1986) y "Mandatory suicide" (de South of heaven, 1988), en especial estas dos últimas, fueron canciones que transformaron la cancha del velódromo en algo parecido a un campo de batalla, con movimiento de tropas, ataques y repliegues, bengalas en medio de la oscuridad y el ruido atronador de Slayer como constante banda sonora.

Otro disco recurrente fue Season in the abyss (1990), del que se oyeron "War ensemble", "Hallowed point", la propia "Season in the abyss" y "Dead skin mask". Incluso en esas canciones más recientes Slayer fue también una muestra de vieja escuela metalera, con letras sobre Dios, guerra, muerte y devastación al son de una música desencadenada pero enmarcada en límites claros: un cantante que emplea el alarido gutural al servicio de una métrica veloz y esquemática, dos guitarras acrobáticas pero demoledoras en manos de Kerry King y Jeff Hanneman y una batería que a menudo se embarca en los más veloces pulsos del hardcore.

De hecho, un solo solo de batería de Dave Lombardo es toda una declaración de principios: son apenas segundos, pero es un martilleo de doble bombo a extrema velocidad que se transformó en uno de los mayores estímulos de la noche. Eso ocurrió en la última canción, "Hell awaits", razonablemente dejada para el final, porque su ritmo acelerado y endemoniado fue la conclusión más cabal del poderío de Slayer. No hubo bises ni palabras emotivas. Tom Araya salió al final a retratar a la audiencia desde el escenario con su cámara portátil y su despedida fue escueta, en inglés y envuelto en una bandera tricolor: "Thank you very very fucking much".