“Solo en las nubes, todo azul / ¡yupi!, no puedes verme, pero yo a ti sí”. En 1967 Syd Barrett tenía la edad suficiente como para ser un estudiante universitario en vías de su egreso, pero todavía pensaba como un niño. Una sensibilidad definida por la literatura mágica que había recogido de un texto de velador como “The wind in the willows” (Kenneth Grahame) y también desde el influjo del ácido lisérgico, nuevo juguete de la juventud post mod. Todo eso se convirtió en una canción como “Flaming”, ésa en la Barrett se esconde en las alturas para mirar y escuchar sin ser detectado. Es una de las piezas de este álbum archi revisado de Pink Floyd, que está lleno de canciones sorprendentes y que tiene cinco estrellas porque es una pieza maestra de la música pop contemporánea. La grabación cumple cuarenta años y así EMI se encarga de volver a ponerla sobre la mesa con esta colección de triple volumen.
Más allá de no proponer más que algunas piezas recogidas de otros registros previos a The piper at the gates of dawn (“Arnold Layne”, “See Emily play”, “Paintbox”) y de la grabación monoaural completa que fue editada originalmente un mes antes que la estereofónica en 1967, su audición vuelve a comprometer los sentidos. Syd Barrett es un autor superior, que vibra desde la portada del disco, diseñada por su propia mano y que es un tipo de reflejo de los ensayos ácidos que había experimentado en Cambridge desde su adolescencia (con un poco de suerte, encontrará en Youtube la grabación de su primer viaje de LSD, que un amigo suyo rodó con una pequeña cámara personal de cine y que muesta a Barrett recorriendo la campiña y haciendo sus observaciones). Eso ocurre a nivel visual. En términos sónicos, The piper... es hipersensual y aún ahora no deja de sorprender la manera en que se conseguían efectos de apreciación musical producidos a través de algunas tretas, como lo lograban también John Lennon y George Martin en la grabación paralala a The piper... que se llama Sgt. Pepper’s: una batería en el cuarto de al lado, un piano puesto en costado.
Pink Floyd es un todo, pero aquí ninguna suma de las partes supera a Syd Barrett. Es su universo propio, la imaginería y la poesía de su libreta la que quedó puesta en esta obra del pop. El resto de la banda lo hace todo muy bien siguiendo sus instrucciones. La experimentación primaria con el rock espacial de “Astronomy domine” y la jam para cuarteto eléctrico que se llama “Interstellar overdrive”. Las figuras del gato siamés y el gnomo, del espantapájaros, el estetoscopio, la bici, los caramelos metidas ahí, entre estrofas y estribillios saltarines. Son piezas escritas para banda de rock inusual, con órgano o clavecín, con flauta dulce y esa guitarra Telecaster que destellaba sus rayos de luz a través del reflejo de los espejos circulares que Barrett le incrustó a su cuerpo macizo. Es muy lógico, ahora uno piensa en Pink Floyd a través de las óperas existencialistas de Roger Waters como The dark side of the moon (1973), The wall (1979) o The final cut (1983), todas hechas para tocarse en megaestadios, pero en realidad es lo otro. Un grupo pop de club, uno de los últimos ejemplares de la invasión británica y por eso en The piper... los Floyd ya no vestían traje ni corbata, sino esas camisas coléricas de Carnaby Street. Y tocaban con ritmo y melodía.
—Iñigo Díaz