Miguel Bosé, más cansado que antes. Obvio, el tipo lleva siete festivales de Viña en el cuerpo.
El MercurioAunque pasen los años, cambien la concha acústica -como bromeó torpemente Sergio Lagos- y aterricen ajenos al microcosmos festivalero Salvatore Adamo, My Chemical Romance y Bob Dylan, no podemos vivir sin Viña. Reconozcámoslo: el célebre evento constituye el ADN de nuestra memoria y cultura musical.
Así como los brasileños tienen su "Rock in Rio", los italianos el "San Remo", los metaleros el "Ozzfest", los electrónicos el "Sónar" y los ingleses su "Glastonbury", el Festival de Viña es un evento proporcional a lo que merecemos. De lo contrario no se comentaría, no generaría expectativas, no sería visto.
Claro que ha habido rock (The Police, Cheap Trick, Faith No More, Franz Ferdinand), mucho disco/funk (Stylistics, KC and the Sunshine Band, Donna Dummer) y hasta boys bands en su mejor momento (Backstreet Boys), pero la marca registrada han sido los baladistas melodramáticos latinos. Julio Iglesias, Chayanne, Luis Miguel, Myriam Hernández y todos los demás han aprovechado su plataforma. Una curiosidad estilística que distingue al festival y hace que sea señalada en las guías turísticas en inglés. Nos guste o no.
Miguel Bosé es el mejor ejemplo de esto. Atlético, repleto de hits, letras sentimentales. Un ganador que la noche inaugural sumaría su séptima vez en la Quinta Vergara. Y vaya que se nota: Desganado, aburrido y anunciando incluso que dejará de cantar sus clásicos. Que distinto del hiperventilado muchachito de malla que bailaba frenético la muy new wave "Voy a ganar" en 1981.
El trip hop con los que dotó sus temas dejaron más en evidencia la decadencia de la "canción latina". Un género que para renovarse siempre elige el camino equivocado (electrónica, reggaetón). Nadie puede negar lo grandioso de las canciones y la interpretación de Raphael, Sandro, Adamo, Camilo Sesto. Orquestaciones, intensidad, letras potentes, en perfecta sintonía con el fenómeno Motown, la canción francesa y el Northern Soul inglés.
Sin embargo, ya desde principios de los '80, lo atractivo del sonido se fue perdiendo. Y por eso vemos a un Bosé que no emociona ni se emociona. Un fenómeno homogable a la cultura de realitys y concursos de cantantes.
¿Será que a mayores obligaciones industriales, la intensidad afectiva siempre es menor?