Bruce Dickinson, sin la cabellera metalera, pero muy recuperado vocalmente, volvió a dominar el escenarios con su carismática presencia.
Manuel HerreraEs muy probable que varias de las miles de personas que estuvieron en la pista atlética del Nacional para ver nuevamente a Iron Maiden en Chile, hayan pensado -fieles al trágico espíritu del heavy metal- que tras el concierto podían morir en paz. La cuarta visita de la banda británica, promocionada como una cita con los clásicos de su repertorio, fue la definitiva. Maiden se abrió paso en la noche santiaguina como si se tratara de un tanque con munición completa. Simplemente barrieron con todo.
Desde la primera orden de fuego con "Aces high" del álbum Powerslave (1984), trabajo que siempre compite por el cetro de lo mejor de su discografía, el sexteto se escuchó fuerte y compacto, con Bruce Dickinson asombrosamente recuperado de su voz. El vocalista no sólo mantiene su manera de dominar el escenario corriendo incansable y enfatizando teatral su interpretación, sino que recuperó mucho de los aullidos que lo hicieron famoso, como se ajustó la mayoría de las veces a las entonaciones originales de canciones como "Wasted years", "The trooper" y "Heaven can wait".
La única falta de Iron Maiden es la insistencia por mantener los mismos trucos escénicos desde los '80. En la era de las pantallas led, Maiden todavía utiliza humildes telones de fondo, y un juego de luces muy parecido al que le conocemos desde polvorientos videoclips como "The number of the beast". Para una banda que ha vendido cien millones de discos, ese aspecto huele a tacañería.