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Hombre fuera del tiempo

Vinimos a ver a una leyenda, pero nos encontramos con un músico ensimismado, que ha elegido olvidarse de la carga de su mito actuando como en una dimensión propia de espacio y de tiempo. Dylan no sabe ni quiere saber cómo es que se supone debe comportarse un rockero.

12 de Marzo de 2008 | 12:31 |
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No se equivoque, esta guitarra que Dylan blande aquí sonó en las tres o cuatro primeras canciones. Luego se trasladó la piano eléctrico y desde ahí condujo el resto del concierto. No hubo canto, sino la revisión de sus propios versos.

Ricardo Vásquez

Si aceptamos que las canciones de Bob Dylan son, a estas alturas, artefactos culturales instalados en el curso de lo más significativo del último medio siglo, también podemos entender por qué el concierto que el cantautor montó en Santiago fue un desajuste que sólo él puede acometer y resolver legítimamente.

El tipo de concierto que distingue al Dylan de 66 años podrá ser más o menos entretenido, más o menos subversivo, más o menos emotivo; y ahí ya entramos en juicios no tanto de gustos personales sino de las expectativas con las que cada asistente llegó al Arena Santiago. Pero es innegable que se trata de un montaje nuevo, personal y profundamente desafiante.

El héroe de Minessotta repasa su repertorio histórico pero lo devuelve de un modo casi irreconocible, que ayer descolocó incluso al más avezado dylanólogo. Sólo en la segunda estrofa o en el estribillo, podía uno reconocer que eso que tocaba Dylan y sus cinco brillantes músicos de uniforme gris eran, por ejemplo, "Masters of war" o "Blowin' in the wind". Había otros arreglos y, definitivamente, otra vocalización en un hombre que ya no quiere –o no puede– agarrarse de una melodía, y opta por mascullar sus alabados versos con una voz que ya no es raspada, sino que es un raspado de voz.

Acomoda estas deconstrucciones sobre el pulso fuerte y esencialmente blusero de una banda de apoyo intachable, que hace avanzar la noche como si todos fuésemos sobre un camión veloz a lo largo de una carretera interminable. Mirando por la ventana, a veces el paisaje nos parece melancólico y romántico (con la hermosa "Just like a woman", por ejemplo) y otras lleno de estímulos de gran aventura, como con "Things have changed".

No es un viaje de lujo ni de gestos condescendientes o trucos distractivos. Es un recorrido adulto, masculino, profundo y acogedor para quien esté dispuesto a la fiereza de un viaje largo, no para el que espera el karaoke del espejo retrovisor hacia un prado de hippismo y pacifismo en el que Dylan nunca se sintió cómodo ni pidió que lo ubicaran.

Muchos de los asistentes se retiraron decepcionados: querían corear "All along the watchtower" y alzar sus celulares con "Forever young". Como todo artista mayor, Dylan muestra hoy la esencia de lo que ya podía verse a sus veinte años: un creador hosco, tozudo, embriagado por el sonido más que por su efecto ante los demás.

Una flexión de cabeza apenas perceptible, y una mirada larga y desafiante –al final, cuando se para junto a sus músicos en línea recta como una banda que ha venido a asolar un pueblo y que no quiere sonreír– son el modo en el que debemos comprender que Dylan parece agradecido de que se le permita venir a Chile y montar frente a cuatro mil personas un espectáculo más apto para una taberna.

El acuerdo entre ídolo y fanaticada parte viciado desde un principio: vinimos a ver a una leyenda, pero nos encontramos con un músico ensimismado, que ha elegido olvidarse de la carga de su mito actuando como en una dimensión propia de espacio y de tiempo. Dylan no sabe ni quiere saber cómo es que se supone debe comportarse un rockero, o qué es lo que espera un público ocupado por el siglo XXI.

Se ubica de perfil a los asientos de 250 dólares (más caros que los que pagan sus fans en Estados Unidos), canta como si recitara, toca más el teclado que la guitarra, regala "Like a rolling stone" sin aparente conciencia de haber cambiado el mundo con ese relato de una peloláis atribulada. Si se ha optado por una vejez errante, ya no hay que buscar promoción, provocar escándalos, esperar groupies ni ser amables con los del sello. Tan sólo tocar y tocar, hasta que Dios apague la luz.

Las canciones:
1. Leopard-skin pill-box hat
2. Lay, lady, lay
3. Watching the river flow
4. Masters of war
5. Rollin' and tumblin'
6. Spirit on the water
7. Things have changed
8. Workingman's blues #2
9. Just like a woman
10. Honest with me
11. When the deal goes down
12. Highway 61 revisited
13. Nettie Moore
14. Summer days
15. Like a rolling stone
  
(encore)
16. Thunder on the mountain
17. Blowin' in the wind
      
Músicos:
Bob Dylan (guitarra eléctrica y teclado), Tony Garnier (bajo y contrabajo), Stu Kimball (guitarra rítmica), Denny Freeman (guitarra), Donnie Herron (violín, viola, banjo, mandolina eléctrica), George Recile (batería).

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