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Forth

05 de Septiembre de 2008 | 16:17 |
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Nos disculparán, pero la historia de los Verve nos da ganas de llorar. Pocas bandas tenían la fuerza, la ambición y el vuelo con los que el quinteto de Wigan despegó por primera vez en A storm in heaven (1993). Añadámosle a la mezcla un vocalista místico hasta el delirio, que agradecía a los maestros adecuados (Jagger, Wilson, Hendrix), y al que secundaba un guitarrista tan talentoso como ensimismado. Luego, esos singles que comenzaron a caer como maná sobre el desierto del britpop más banal: “Slide away”, “Butterfly”, “History”, “On your own”. Canciones hermosísimas que parecían consolarnos con una empática melancolía, pero que a la vez nos empujaban a buscar algo más de la vida, elevándonos sobre un colchón de ruido eléctrico emocionante. La salida, en 1997, del disco Urban hymns y el éxito de “Bittersweet symphony” era la confirmación de nuestras previas intuiciones: The Verve serían los más grandes, los mejores, los inalcanzables.

Y entonces, la ruptura y el patetismo. La decepción total. No fue sólo que jamás se nos explicaran las razones de la pelea entre el cantante Ashcroft y el guitarrista McCabe, sino que luego se intentara convencernos de que era mejor así, que no había de qué lamentarse, que la carrera solista de Ashcroft sería incluso mejor que la de su banda. Pero qué mediocres discos que publicó este hombre, un sujeto que parecía ir perdiendo su magia con cada nueva pint de cerveza que tomaba con Noel Gallagher. The Verve quedó así en un limbo extraño, al que no sabíamos si añorar o maldecir, perpetuado por un cantautor que jamás estuvo a la altura de su leyenda.

Forth es el disco de reunión de un grupo que llega tarde a la posibilidad del regreso triunfal. Mantiene muchas de las virtudes que nos cautivaron en los años '90: la distorsión eléctrica sin aspavientos, el pulso profundo de la base rítmica, la voz elegante de Ashcroft, un vocalista al que su canto lo transporta como si perdiera la conciencia de su entorno. Son éstas canciones largas, de hasta seis, siete u ocho minutos, y que reservan la melodía suficiente para levantar singles radiables, como “Love is noise”. Las ideas que se introducen al medio de “Sit and wonder” o “Valium skies” (coros, nuevas líneas de guitarra) son ciertamente más estimulantes que las que puede haber en todos los discos de Coldplay. Sin embargo, la única comparación legítima de una banda es con su propia historia, y es innegable que ya no hay en The Verve frescura. Lo que antes fue sorpresa hoy es simple despliegue de recursos musicales correctos, con los que cuesta mucho empatizar emocionalmente. The Verve entrega exactamente lo que esperábamos, pero a veces es esa medida apenas justa lo que hace pobre a una secuela.

—Cristina Hynde