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Vengan todos

La cantante estadounidense ofreció un show de grandes éxitos y una entrega absoluta. Literalmente. Tanta fue su falta de recelos a la hora de acercarse al público que, por momentos, el exceso de confianza de éste se volvió problemático y hostigoso.

26 de Noviembre de 2008 | 13:53 |
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Todas las manos, todas. Cyndi Lauper, que se escribe así: primero con Y y al final con I, tocó a sus fanáticos apostados al borde del escenario.

Héctor Flores

En las horas previas al primer show que Cindy Lauper ofreció en Chile, en 1989, el Estadio Nacional ya estaba listo para recibir sin más a cerca de 50 mil personas. Nada de golden rings o sectores platinum. Sólo una cancha en toda su amplitud, lista para que los sudores de miles de fanáticos se mezclen con los de otros miles de curiosos de los nacientes megaeventos.

En su tercera visita, en cambio, tipos recién salidos de la oficina y una que otra reproducción de la versión más ochentera de la cantante tomaban posiciones en un sector bajo repleto de sillas, todas muy bien cubiertas por una funda impecablemente blanca. Sin embargo, esa predisposición al orden se pulverizó con la sola aparición de la artista norteamericana en el escenario del Teatro Caupolicán, 20 minutos después de lo anunciado. El público, entonces, simplemente se aglutinó a los pies del escenario, y los pocos que decidieron utilizar su silla la transformaron en una altura sobre la cual elevarse.

Todo para compenetrarse un poco más, para acercarse otro tanto a una figura que desde el primer momento dio licencia total para ello. Tras salir a escena en silencio, auscultando el entorno que esta vez la recibía —con ese aire entre fantasmal y androide—, un quiebre ambiental dio paso al jolgorio con "Change of heart". Entonces arribó una Cindy Lauper movediza, enérgica y rockera, que alternaba su performance con cuanta interacción fuera posible con el público. Sin barreras ni separaciones entre la tarima y la asamblea, quien quisiera tocar a la cantante podía hacerlo. Ella no palmoteaba manos. Las sostenía por largos segundos, además de permitirse cantar entre la gente o sentada en la tarima, completamente al alcance de sus seguidores.

Pero tanta confianza pasó la cuenta. Fanáticos que trataban de alcanzarla como fuera posible, o que una vez estrechada su mano se negaban a soltarla, hicieron de la cercanía de Lauper una verdadera trampa. En más de una ocasión, la cantante debió pedir calma. "Tranquilo", es una de las pocas palabras que afortunadamente maneja en su deficiente castellano. Una petición que en algún momento llegó incluso al hastío, cuando por enésima vez una mano estrechada no quería dejarla partir.

En medio de ese ambiente de compleja comunión, la cantante dio vida a un show que, básicamente, se amparó en sus éxitos. Pese a promocionar un rescatable último disco (Bring ya to the brink, 2008), que perfectamente pudo merecer una revisión mayor, Lauper sólo dedicó a él uno que otro espacio, con canciones como "Set your heart" e "Into the night life", ambas en la más directa y amigable fórmula dance. Por lo mismo, pasaron como una más en medio de melodías tan probadas como "I drove all night", "Money changes everything" o "Girls just want to have fun". Éxitos que sortearon sin problemas la prueba de un sonido algo obstruido y de una banda en la que, por momentos, se extrañó una cuota más de pulcritud. No corrió la misma suerte una ralentada versión de "She bop", con Lauper rasgueando la guitarra, incluso sin acordes. Una práctica de la que salió mejor parada con la guitarra de mesa para "Time after time", o el cierre con "True colors".

Altos y bajos de una noche en la que Cyndi Lauper, de todas maneras, demostró que se puede ser una estrella cincuentenaria con más rebeldía en el espíritu que bótox en las líneas de expresión. Aunque el genio esté un poco más liviano, aunque la técnica no acompañe del todo y aunque a los fanáticos les den la mano y se tomen el codo.

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