Tu apellido convertido en adjetivo calificativo, luego en marca de estilo y, ahora, en título, puede ser una sucesión de acontecimientos más o menos natural si eres Eric Clapton, debutaste hace casi cinco décadas, fuiste parte de al menos dos bandas clásicas, nunca sales de algún ranking de la canónica revista Rolling Stone y, como a Maradona, alguna vez se te conoció como "Dios". Clapton, el disco, es el resultado del primer trabajo de estudio del británico en cinco años, y su autor e intérprete lo ha definido como «mucho mejor de lo que pensaba, quizás porque sólo dejé que sucediera».
Esa comodidad y flujo es innegable a lo largo de estas catorce canciones. Clapton toca guitarra, canta y cede el espacio (a invitados como JJ Cale, Wynton Marsalis, Sheryl Crow, Steve Winwood y Allen Toussaint, nada menos) como puede hacerlo un dueño de casa acogedor y acomodado, sin apuros ni limitaciones de ningún tipo. No hay ahora, como sí lo hubo antes, afanes de cruce entre géneros ni imposición de marcas. De hecho, sólo un título lleva su crédito autoral.
Aquí hay algo más parecido a la confirmación pública de sus intereses pasados y presentes: por un lado, el del blues y country campesino, homenajeado en títulos de Fats Weller o Robert Wilkins; por el otro, el cancionero estadounidense clásico (Irving Berlin, Hoagy Carmichael). A veces esas canciones se visten de los códigos clásicos del blues, y a veces se permiten un saludo a New Orleans con las teclas y vientos precisos. Clapton, el disco, es un álbum correcto, interpretado sin baches y de pretensiones moderadas. Clapton, el hombre, ya pasó de las aspiraciones creativas y hoy sólo deja que la música le suceda.
—Marisol García