SANTIAGO.- Recuerdo perfectamente el momento de la explosión en el Colegio Institución Teresiana. Eran cerca de las 23.15 horas; estaba acostada hacia el lado izquierdo de la cama, mirando la pared de mi dormitorio y empezando a cerrar los ojos, cuando de repente el piso y las ventanas comenzaron a moverse y vino el estruendo, el más grande que he escuchado en mi vida. Luego un silencio...
¿Qué fue eso? ¿Un terremoto? Imposible, duró menos de un segundo ¿Un choque? Tampoco, no hubo frenazos ¿Un bombazo? Sí, eso era más factible, pero ¿a dónde?
Salté de la cama y en dos segundos -mientras respondía todas esas preguntas- mi familia ya estaba vestida, lista para ir ver lo que pasó. Les grité que llamaran una ambulancia –aún sin saber lo que pasaba-, pero ya estaban todos afuera. Busqué mis zapatos, pero no los encontré y salí descalza.
Antes de cerrar la puerta, vi mi grabadora –con la que trabajo todos los días- pero, en ese instante, se me olvidó que era periodista y que se podía tratar de una “buena” noticia, sólo me importaba saber qué había pasado.
Corrí hasta la entrada de mi condominio –que literalmente está al frente del Colegio- pero no se veía nada. Daba la impresión que en el establecimiento estaba todo en calma.
Con mis hermanos corrimos hacia la calle Tomás Moro, ya que pensamos que la explosión podría haber sido en la Torres de Fleming.
Avanzamos media cuadra y escuchamos desde el interior del colegio los esforzados gritos y gemidos de los trabajadores que pedían ayuda. Lo único que se veía era una nube de polvo –nunca hubo fuego- y un par de siluetas tiradas en la escalinata.
Mis hermanos –mucho más atletas que yo- saltaron la reja y lo primero que le grité a uno de ellos, que fue militar, fue que empezara a practicarles primeros auxilios. Mientras corría hacia la entrada del colegio, al primero que se me cruzaban, le rogaba que llamara a una ambulancia.
Fuimos los primeros en entrar al lugar, segundos después lo hicieron mis vecinos. El portero del establecimiento, abrió la puerta, entré corriendo y nuevamente grité que llamara a las ambulancias; mientras otro señor -más nervioso que yo- hablaba de una explosión en el laboratorio de química.
Mi grabadora seguía en el velador.
El olor a gas o diluyente -no sabría distinguirlo bien- era insoportable. El pasillo estaba iluminado, pero lleno de polvo en el aire. Algunos obreros salieron caminando, empapados de cemento, parecían estatuas humanas; todos con cortes en la cara y el único color que tenían era el rojo de la sangre que les salía de las heridas.
Tomé a dos hombres de las manos y traté de tranquilizarlos, mientras se sentaban en una banca de madera. En el laboratorio ya había otros jóvenes -quienes también se saltaron la reja- atendiendo a los heridos más graves, que no podían caminar.
“¡Éramos siete, ocho, no sé cuántos quedan adentro!”, decía una de las víctimas que se quejaba. Como el pasillo y la sala estaban llenos de vidrios y astillas tuve que ir a buscar un par de zapatos.
Crucé a mi casa, agarré los primeros que encontré. Esta vez ni siquiera me acordé de la grabadora, y volví al colegio.
Periodista o "persona"
Cerca de la entrada del lugar, uno de los heridos estaba acostado sobre un trozo de madera. Se quejaba del dolor en las piernas -que las tenía todas quebradas-, le dije que se quedara tranquilo, que las ambulancias ya venían, y lo último que le escuché, antes de volver al laboratorio, fue: ¡Saquen al Ramón!
Después todo fue un caos. Llegaron los bomberos, las ambulancias y los carabineros, pero al comienzo, ni uno de ellos entendía bien lo que pasaba y corrían para todos lados.
De hecho, había un herido muy grave, que estaba inmovilizado y a quien tuvieron largo rato en el patio; después lo llevaron a la ambulancia, pero minutos más tarde volvió al lugar del accidente, ya que el chofer del vehículo no estaba.
No podría decir qué hora era, ya que el tiempo debe haber sido muy corto, pero el tiempo se sintió eterno.
Cuando vi que los heridos ya estaban siendo atendidos, me acordé de la grabadora, volví a mi casa, llamé a la periodista que estaba de turno, le dicté algunos datos y regresé al lugar. No había mucho que reportear, más que la angustia que se sentía en el ambiente.
Me apoyé en un pilar y vi cómo rescataban a un hombre; aunque no quise mirarle la cara, un carabinero -más impactado que yo- describió con detalles el estado del trabajador. Después de eso, no era necesario acercarse... Más tarde supe que era Ramón.
Desde ese lugar, me detuve a observar cómo los bomberos desesperados intentaban reanimarlo, estuvieron cerca de 20 minutos haciéndole masajes cardiacos, pero no reaccionaba. Mientras tanto, pensaba en su familia, en lo frágil que es la vida y me preguntaba si en algún minuto del día ese pobre hombre se imaginó que esa sería su última noche.
Cercaron el lugar y la prensa no pudo ingresar. Si no me equivoco, debo haber sido la única periodista que pudo entrar y ver desde el principio todo lo que pasó. Le comenté eso a un colega e irónicamente se rió de mí, por no haber andado con un celular con el que se pudiera grabar, y me dijo: “Yo siempre soy periodista”.
Sin pensarlo, le respondí: “Yo primero soy persona”. Cuando regresé a mi casa, pude comprobar que yo también “siempre soy periodista”, pues lo que más me shockeó de esta experiencia, no fue el accidente en sí, sino el hecho de no haberme impactado con la muerte, que como en otros reporteos, estuvo tan cerca.