Shhhh, ¡¡silencio, por favor, jóvenes!!
Qué frase más de profesor de castellano, no de un guatón gigante dueño de botillería. El Manolo.
Clásico guatón dueño de botillería. Ojos brillantes, ojeras profundas, estómago creciente y una tremenda voluntad y capacidad para recibir crédito.
Su botillería queda a pasos de mi casa, y alguna vez el local tuvo pinta de mini mercado: tiene confort, papas fritas y hasta paté por ahí en un congelador de mierda, que lo menos que hace es congelar.
Manolo me ha salvado de muchas, hasta de unos supuestos ladrones.
Somos amigos, y pese a que conversamos harto, esa noche aprendí más de él, que en todo el tiempo que llevaba visitando su local.
Suelo pasar a saludarlo a la vuelta de mis carretes, que a mi edad esa palabra rebota en el suelo antes de llegar a mi boca. Generalmente paso como a la una y media, o tal vez dos de la mañana. (Eso en una noche muy divertida).
Lo saludo, le devuelvo algún envase y nos quedamos pelando lo que sea que estén dando en el Mega. (No cambia ese canal).
Ese día cuidaba a su sobrina. Eran las tres de la mañana, y la tenía durmiendo cerca de él, para que ella no se sintiera sola. Ella, ojo, no él, ella, una guaguita de siete meses que ni siquiera ha escuchado la palabra soledad.
Los seis jóvenes que entraron estaban empezando su noche. No importa, no supieron que la mía estaba en su fin hace rato.
Cuatro mujeres y dos hombres. Garabateros, agresivos, pero finalmente simpáticos y entradores.
-¿Shhh, loquito, y por que nos hacís callar?, preguntó la más alta.
-Porque acá abajo está mi sobrina durmiendo, contestó pacientemente él.
-¿Tu sobrina? ¿Ah, loco, y por que ahí?, dijo uno de los hombres.
-Bueno, me la dejó mi hermana, y la siento más segura a mi lado.
-Ah... loco, le dijo otra niña que le hablaba mientras elegía el grado del pisco. Logo, ¿y por qué no cuidai los propios?
-No tengo hijos, no hay tiempo, sólo puedo estar acá. No me alcanzarían los espacios para una familia.
Ahí, mi oreja creyó más en la conversación. Al inicio me parecía vana y sin sentido.
De a poco tomaba un color, y me apenaba aquel color.
-Pero Manolo, interrumpí yo, ¿para qué trabajas entonces? ¿Lo haces para vivir o vives para trabajar?
-Lo aprendí de mis padres, ellos lo heredaron de mis abuelos y yo debo seguir con la tradición de la botillería, si no mato el pasado.
- A mí me parece más que estás matando tu presente, por un pasado que ya no existe. Me gustaría, realmente, que lo pensaras bien y te aventuraras a creer en una familia.
Pero él, testarudo máximo, me aclaró: “No puedo, en verdad que no… Mi hermano me mata”, respondió finalmente.
-Tal vez, tu hermano cree que el que lo mataría serías tú, le añadí con una sonrisa kilométrica. Conversa, no te quedes ahí por favor. No, si realmente tienes ganas.
Me quise ir a mi casa, ir a ver a mis padres, tal vez visitar a un hermano, pero era jueves y había que volver a dormir. Me dio pena, tristeza, abandono, me dio de todo.
Los seis jóvenes salieron como si nada. Tomaron la de pisco y se aventuraron a su noche. En cambio, el Manolo y yo quedamos con caras largas, que ni el Tutu Tutu pudo quitar.
La noche se había funado. Los jóvenes de hoy, una vez más, nos habían hecho encontrarnos con la dura realidad, que a ellos no les resbala aún.
Manolo y yo, solos esa noche, con lo ajeno. Yo a mi casa, frente a la televisión, vacía y triste; y él, con el sueño de una hija, compartiendo una prestada, que responde a sobrina, sobrina por un rato. Después, a seguir vendiendo copete a más jóvenes que nos abran los ojos sin siquiera ellos ver.
Amanda Kiran