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Jaqueca a quejas

19 de Marzo de 2004 | 18:40 | Amanda Kiran
Me dolía la cabeza... mucho.

Era una mañana donde había que pensar. Y el dolor de cabeza no me dejaba ni siquiera abrir los ojos.

Estaba acostada en mi cama, y no existía la fuerza en mí como para poder levantarme. Era uno de esos días horribles, donde te sientes con la enfermedad más grande y los dolores más inestables y espantosos. Esos días estilo telenovela venezolana. Un mal día.

Finalmente me levanté, a duras penas y mirando el reloj, que estaba malo para mi visión confundida.

No me acordaba mucho del día de ayer, pero sabía que había mucho que hacer hoy. Me costó un mundo llegar a la ducha y mi compañera de habitación me tenía loca con la juguera y su onda natural, con frambuesas, frutillas y frutos, todo con "EFE" ese dia.

Cuando logré meterme a la ducha, ella terminó su desayuno y se fue, casi sin despedirse. Era extraño eso, extraño que se fuera sin decir chao, pero no le di más vueltas.

Llegue al final de la ducha, bastante agotada, y me empecé a secar el cuerpo y luego el pelo. No hago eso seguido, pero aquel era un día frío, y no quería volver a sentirme más mal. No tomo generalmente remedios, por lo que decidí no tomar este día remedios tampoco (idiota decisión).

Seguía mi dolor sin dejarme abrir casi los ojos, así que por lo mismo no prendí la televisión. No tenía fuerzas. NO quería sentir a la Karen ni a la Karla ni menos las malas noticias. NO la prendí.
Seguí mi rutina, pero sin mucho desayuno, sin ninguna llamada telefónica, sin ningún sobresalto diferente al de todos los días.

Completé mi bolso con los atuendos deportivos que me llevan al gimnasio a la hora de almuerzo. No sabía si podría hacer la rutina, pero por si el dolor pasaba, era mejor estar preparada. Ya eran casi las nueve de la mañana, y me tenía que ir. Tenía que hacer las cosas rápido.

Me quedaban por hacer, pero mi malestar era realmente bravo, y apenas podía ponerle velocidad a la vida. Me sentía realmente mal. Sin fuerzas. Me fui por el ascensor con ganas de caer desmayada, pero mi orgullo no lo permitió. Me esperaba un día de trabajo fuerte.

Esa palabra rebotaba miles de veces entre el ascensor y mi cabeza. Fue entonces cuando llegué al piso uno. No había conserjes, nada. Era como si ese día no hubiese nadie para saludarme, ni decir uff, que mal se ve señorita.

Así que sin chistar me subí a mi frío auto, y prendí el motor. Ni música quería escuchar; eso quiere decir que realmente me sentía muy mal. Nada de nada, sólo manejar, calle por calle, semáforo por semáforo, esquina tras esquina hasta la oficina.

Cuando estacioné me alegré porque el espacio que siempre está ocupado, estaba libre para mí, y no solo ese, sino que varios.

Me imaginé que el cambio de hora tendría a la gente confundida, y que yo había madrugado. Me estaba sonriendo algo del esfuerzo hecho para poder estar ahí, a esa hora en la pega. Llegué a mi sección, y todo estaba bastante despoblado para un viernes en la mañana.

Sólo don Luis, limpiando las alfombras, con un ruido torpe y molesto. Como el de la juguera.

"Señorita Amanda, ¿cómo le va?". Y siguió: "Sin querer entrometerme, que hace aquí un sábado tan temprano?".

Oh, oh! Eso fue todo lo que pensé. Me dio vergüenza contarle la verdad. Entendí lo de las frutas de la juguera de la Ale, la no despedida, la televisión sin prender, la radio, los conserjes. Los dioses me querían ahí, con don Lucho.

Entonces abrí el cajón de mi escritorio y le dije: Ah, don Luis, vine por un Zolben, pero ya me voy... Es que en mi casa no hay.

Fue la única parte buena de la mentira. Me duele mucho la cabeza.


Amanda Kiran