He sido siempre una fanática de Silvio Rodríguez. Pero ultra fanática. Desde que tengo memoria de haberlo escuchado por primera vez.
Tener hermanos grandes te lleva a escuchar diferentes cosas, y te afina el oído para todo. Más que afinártelo, te lo prepara.
A veces escuchas cosas monstruosas, y otras veces, cosas maravillosas. Pero ahí está el oído de cada uno. Maravillas para mí, monstruosidades para ti.
Bueno, la historia no va por ahí. No esta vez. De las mil cosas que mis hermanos, oían, tocaban, seguían y eran fanáticos, una era Silvio Rodríguez.
De tanto oírlo -en el auto, en la casa, en la playa, en los viajes, en la radio, donde fuera- me acostumbré a idolatrar a este hombre. Amaba su voz, sus letras, y soñaba con verlo.
Cantaba con mi hermano, junto a su guitarra, todo lo que el “cancionero” quisiera mostrarnos sobre él. Nos quedábamos hasta tarde en la mesa del comedor imitándolo. Aunque fuera imposible.
Finalmente un año vino. Vino a Chile. Fue una tremenda emoción saber que vendría, que lo iba a escuchar en vivo, que lo iba a ver. Después de años de seguirlo, podría realmente verlo. Y no escucharlo solamente tras un casete. Que además sonaban pésimo.
Caminando hacia el estadio nacional, ese esperado día, lo primero que vi en la calle fue una polera. Sí, una polera de Silvio. Por delante tenía un dibujo de Silvio con su guitarra. Por detrás lo acompañaba la letra de “te doy una canción”.
Si se imaginan el contexto de la época, en conjunto con mi personalidad, era así… Una tremenda hippie, dichosa de usar una polera comprada en la calle, que además tuviera una foto de Silvio.
No sólo ocupé la polera en el recital. Si no que después de él -como recuerdo de algo perfecto- no la dejé de usar por años.
Eso era, sin duda, una exageración. Si lo pienso hoy. Pero para mi realidad de la época, era exactamente lo que quería hacer, y cada vez que habría el closet, era lo único que realmente quería usar. Me la ponía para todo, y con todo.
Con jeans, con buzo, para correr, para salir. La lavaba, obviamente, pero en cuanto salía de la lavadora, la volvía a usar. Era realmente una cosa monstruosa. Mis padres no me objetaban nada, siempre me dejaron ser. Lo cual agradezco.
Lo único que exigían era que estuviese limpia, y la verdad, la polera no tenía la misma fuerza cuando estaba sucia, así que “hippie pero muy higiénica”.
Una mañana me recuerdo caminando por el borde del mar, sobre la arena, con mi polera, mi cámara de fotos, y unos pantalones arremangados para no mojarme los pies.
A lo lejos, vi a Francisco. Mi amor platónico que visitaba el mismo balneario que yo desde niños. El amaba a Silvio también, y muchas veces escuchamos canciones juntos.
Me puse sumamente nerviosa. Quise retroceder, meterme al mar, desaparecer. Pero ya no podía. Me había visto hace rato, y en un día de invierno donde en la playa no hay casi nadie era imposible desaparecer.
- Hola Amanda, gritó a lo lejos.
- Hey… Francisco –respondí- no había notado que eras tú.
- Bah –respondió-, yo te reconocí de lejos.
- Ja, ja… (Sonreí tontamente). Mira que bueno -respondí más estúpidamente aún.
Lo primero que me dijo luego de saludarme fue lo linda que era mi polera. Me preguntó dónde la había comprado. Y seguimos caminando un rato juntos, hasta que nuestros caminos automáticamente se desviaron.
A la mañana siguiente había envuelto la polera en una bolsa, lista para llevársela. Se la quería regalar. Era un sacrificio divino.
La llevo, no se la llevo, la llevo, no se la llevo...
Era un domingo y me debía apurar antes de que partiera a Santiago y no lo viera por -tal vez- meses. Cuando finalmente tomé al decisión, ya era tarde. Su auto estaba justo partiendo cuando llegué.
Me sentí mal, pero alcancé a esconderme para que no me viera derrotada haciendo el loco. Como una tonta enamorada. Tenía que mantener mi orgullo intacto, al menos para los ojos de él.
Así que tal cual, como la tenía envuelta, me la llevé a Santiago. Al día siguiente volví a mi casa luego de la universidad, y comencé a buscarla. Ya con dos años de uso, y a punto de haber sido regalada, podía estar sentida conmigo.
Así que la busqué para consolarla y usarla. No la encontré. Di vuelta los cajones, di vuelta la ropa sucia, la limpia. Luego fui a la ropa planchada, la no planchada y a la a punto de ser planchada. Di vuelta la casa, pero no aparecía.
Entré en pánico, y fui a ver los traperos. Ahí estaba. Rota por los lados, puesta en una escoba que ya prácticamente no tenía pajas para barrer. Además estaba bañada con color rojo, de la baldosa de la cocina. Hecha un verdadero estropajo. Un horror.
Me sentí mal, físicamente mal. Como si me hubiesen hecho algo en el corazón. Fuerte. Así de ridícula. Así de encariñada con mi “ex polera”.
No alcancé a enojarme cuando me explicaron que al verla dentro de una bolsita, pensaron que era para regalar, y se prefirió reciclar. (Esa palabra era casi un descubrimiento, reciclar). De ahí que no puedo olvidarla.
Ese mismo día fue el fin de mi onda hippie. El fin del soñado romance. El fin de una época en mi vida. Pensé, por varias semanas, lo linda que se habría visto puesta en él. Pero mi orgullo había sido el único a salvo.
Habría parecido una tonta. Eso creo ahora. Tal vez el trapero fue un regalo divino.
Lo único que mantengo es mi amor por Silvio. No lo cambio. No sigo tan fanática, pero oírlo me lleva a una época realmente perfecta de mi vida. Ahí está toda la gracia de la música. La transportación. Los amores platónicos continúan. Por eso, Silvio sigue en mi corazón.
Amanda Kiran