
Mientras manejaba pensaba en el extraño fin de semana que me esperaba. Había decidido pasarlo con mi abuela. 80 años, lúcida, simpática, achacosa pero buena onda.
Vivía sola y yo estaba de humor para pasar dos días felices con ella. Siempre tenía muchas historias, y me mostraba fotos, y me entretenía.
Manejando en la carretera imaginaba todo lo que me esperaba… La verdad nunca había pasado un fin de semana completo con ella sola. Había estado tardes, o más tiempo, pero con mis papás, o alguien mas… Nunca las dos solas, y eso me tenía motivada y feliz.
Llegué a mediodía del sábado y se alegró tremendamente al verme, aunque ya sabía que iría. Mucha gente la plantaba, así que me di cuenta que hasta que me vio entrando por su puerta, no estaba segura de que realmente llegaría.
Su departamento era un verdadero “estar” frente al mar: cálido, lleno de historias y cuentos, por todos sus pasillos. Cada cosa que decoraba su casa tenía una mini historia, y ella recordaba cada una de ellas. Era un pequeño rincón frente al mar, en Viña.
Desde cada habitación se veía lo azul e intenso del océano, y eso generaba una calma única en mí. El olor exquisito que había cuando entré lo puedo recordar hasta hoy, y el calor suave que volvió mi cuerpo a la normalidad también.
Me fue a recibir con su bastón, y me mostró mi pieza. Había sólo dos dormitorios en el departamento, pero me había arreglado mejor la pieza extra para estar más cómoda.
Había desalojado su “taller de pintura” por ese fin de semana mientras yo la visitaba. Esa era otra de sus grandes virtudes, el amor por el arte y la música. Pintaba precioso y tocaba el piano muy bien también.
Como ven, teníamos entretención para rato…
Estaba media sorda, sí, y se quejaba mucho de dolores corporales, también. Ella, realmente, sentía que todo le dolía y la verdad, yo siempre pensé que era sólo para llamar la atención.
Una forma de ocultar sus miedos, una forma de atraer para que no la dejaran sola. Esa tarde me estuvo contando sobre cuando nadaba, cuando hacía sus deportes en el colegio, cuando era vital. Lo atlética que era, y lo mal y vieja que se sentía ahora…
Eso fue al final de la tarde, porque la verdad, hablamos de todo y mucho más. Historias interesantes, divertidas, animosas, felices, buenos tiempos para ella. Felices momentos actuales y pasados, pero siempre con sus achaques.
Su bastón no lo soltó en toda la tarde, ni cuando estuvo sentada. Al atardecer quisimos ir a tomarnos un pisco sour a un restaurante cerca de su casa. Ella me quería invitar. Llevó su cartera, y se agarró firme de mi brazo, para caminar las siguientes cuadras.
Iba a penas, cojeando, agarradita de mí y de su bastón…. Llegamos al lugar y ya se sentía agobiada, cansada, mal… El lugar quedaba a una tres cuadras, muy cerca y muy agradable de caminar.
Nos sentamos y pedimos dos pisco sour y un buen picoteo… Insistió en que ella pagaría… A mí me daba igual, estaba feliz de estar ahí junto a ella. Tomamos, más ella que yo, la verdad, la acompañé con el trago, pero no es mi fuerte el alcohol, así que la dejé tomar también del mío… Los tragos eran enormes.
Para la hora y media que llevábamos en el lugar, ella ya estaba bien coloradita y alegrona, con su cuerpo más suelto y menos encorvado. Estaba más libre.
Al momento de pagar, comenzó a rastrear su billetera dentro de su cartera. La buscó por bastante rato, y no hubo caso. Empezó a desesperar.
-Amanda, no encuentro mi billetera, me la robaron, no la encuentro.
-Tranquila, abuela, yo pago, y la vamos buscando de vuelta.
-No Amanda, esto es grave, debo ir a ver a la casa.
-Ya, le contesté, yo pago, y vamos a ver…
-No, yo quiero pagar…
En eso, no sé si fue el alcohol, el susto, la desesperación o el limón. Pero se paró de la silla –sin bastón- y salió literalmente corriendo en dirección a su departamento.
No alcancé a reaccionar… La vi desaparecer entre los ventanales del lugar. No pude salir tras ella porque el perro muerto habría sido patético… Empecé a pagar la cuenta, para poder ir en su búsqueda. Pero para cuando ya tenía todo resuelto, y me dirigía –nerviosa- a buscarla, ella ya venía de vuelta.
Más relajada, sin cojear, sin bastón y con su billetera en la mano.
-Amanda, la encontré, estaba en la repisa… ¿Ya pagaste?
-Si abuela, ya pagué… ¿Estás bien?.
-Si de maravilla, respondió.
Me pasó el dinero de la cuenta, se agarró de mi brazo y partimos caminando. Yo no entendía nada. Los cien metros planos que se dio fueron impresionantes. Sin chistar, en dos segundos, hizo sola una verdadera posta. Ya llegando al departamento de vuelta, se puso a cojear… Y cuando se dio cuenta, en un instantáneo grito alegó…
-Amanda, mi bastón, por favor, no puedo caminar sin él.
Amanda Kiran