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Toca recuerdos

16 de Julio de 2004 | 17:55 | Amanda Kiran
Mi primer tocadiscos era una picantería de los setenta.

El padrino de uno de mis hermanos les regaló a ellos una pelota de fútbol y un tocadiscos. El tocadiscos era naranjo, con una tapa de plástico bien picante (para esa época). Y la parte de la superficie era blanca.

Era un cuadrado pequeño, que se podía poner en la pieza. A mi me encantó… Me gustó mucho de verdad, en el momento que lo vi. Pero los hombres –como buenos hombres- sólo le hicieron caso a la pelota de fútbol.

Yo, calladita, me llevé el aparato, despreciado por una bola tonta, y lo instalé sin alegato alguno en mi habitación. Se veía precioso, encontraba yo, aunque el rosado de la pieza irrumpiera un poco la nostalgia setentera del tocadiscos.

Busqué y rebusqué en un entretecho, hasta que hallé miles de vinilos. Bueno, yo tenía 11 años, así que treinta vinilos para mí eran miles. Entre las cosas que había encontré The Carpenters, The Beatles, Supertramp, Paul Anka y el fantástico Frank Sinatra. También estaba Ella Fitzgerald y otros jazzistas más, pero para la época y mi corta edad no los supe entender hasta mucho después.

Lo que a mí me gustaba era cantar con ellos, y el jazz me costaba demasiado. En fin, fueron unas semanas bellas. Tenía mi propio equipo en mi habitación. ¿Qué más podía pedir?

Llegaba del colegio a escucharlo, mi favorito era Supertramp, había dos: “Even in the quitests moments” y “Breakfast in America”, dos clásicos que me acompañan hasta hoy.

Una tarde llegué corriendo, con ganas de soltar toda mi veta artística a través del canto y del baile, y al entrar a mi pieza me di cuenta que sólo había un espacio de polvo y unos cables sueltos. Mi tocadiscos había desaparecido.

Creí desmayar de la pena, no era el apego a lo material, aunque debo admitir que mi pieza se veía más cool con el tocadiscos, pero me sentía sin ropa, como si me hubiesen arrebatado una pared. Me sentí violada, en mi total privacidad.

Empecé a recorrer las piezas de mis hermanos, de la señora que trabajaba en la casa los lunes, de mis padres. Sólo me quedaba la pieza de mi hermano mayor, José Eduardo. El debía estar en la universidad, así que era la última carta, y la menos probable.

Pero como en el fútbol, las probabilidades nunca nos acompañan. Eso me pasó ese día. Lo menos probable ocurrió. Escuché a lo lejos, a todo chancho, a Frank Sinatra y sus canciones más románticas gritando por la ventana de la pieza de mi hermano mayor.

Ni toqué la puerta de su habitación. Entré picada y veloz a recuperar lo que era mío. Miré hacia la cama, y vi lo que a esa edad piensas que nunca vas a ver. Un abrazo con ropa, pero horizontal, sobre la cama de mi hermano.

Ambos estaban con los ojos cerrados –por suerte para mí-, revolcándose, gozando la libertad del amor, los años ochenta, la música de Frank y el tocadiscos, que en verdad, ya no era mío.

Los besos se atropellaban por salir, y yo me atropellaba por salir en el mayor silencio posible de esa pieza.

Mi tocadiscos dejó de ser mío. Por varios años. Me volví a reencontrar con él a los 20 años. Lo volví a poner en mi pieza, pero ya no sonaba igual, estaba medio viejo, y gastado. Mal cuidado. Y la música no siempre logró borrar ese vergonzoso momento. Ese gran momento.

El momento en que me di cuenta de que lo que es tuyo, es tuyo, y lo que no, simplemente no.

Qué obvio.


Amanda Kiran