
Siempre soñamos con la igualdad. No sé si todos, pero mi realidad y entorno es así.
Desde pequeños, sin saberlo, soñamos con el mundo perfecto, en que no existan problemas de razas ni de desigualdad económica ni de pobreza o demasiada riqueza.
Queremos ser dentro de lo especial de cada uno, iguales. Los mismos derechos, aunque tengamos diferentes trabajos. Y que todos sean -a ojos críticos- igual de importantes (porque sí lo son).
Soñamos con que no haya guerras, con que no haya peleas, con que no existan batallas religiosas y que sí se pueda tener libertad de mente (con su total comprensión por todos los bandos).
Pero esta realidad se desvanece en cuanto vamos creciendo…
La primera pelea, en el colegio:
-¿Dame?
-No, no puedo, mi mamá no me deja convidar.
Odio esa chiva. La primera mentira. ¿Para qué? Di la verdad. No te quiero dar y punto.
Y empiezan las peleas, por el más egoísta, el más soplón o el más patero. Luego viene –años después- el documento de manejar y la histeria porque el abuelito de adelante no parte en cuanto se pone la luz verde… Garabatos que se transforman en
chuchadas y finalmente el cuerpo entero sobre la bocina.
Siempre me ha asustado la violencia que provocan los tráficos vehiculares. Ahí aflora lo peor de uno. Y entonces siguen los desacuerdos. Políticos, étnicos, religiosos, económicos… y una lista larga, inexplicable y triste.
Aquella noche sentí la diferencia natural. Primero, un grupo. Seis personas venían del teatro. Lugar, "Las Lanzas", en Ñuñoa, muy clásico.
En la mesa de al lado había tres personas, dos hombres y una mujer con la cara marcada por el sol y las antiparras. Y en la tercera mesa, dos hombres con camiseta de Colo Colo puesta. Estaban celebrando el triunfo contra Audax.
En las tres se hablaban temas tan diferentes.
En la primera se hablaba de la obra. Lo bien actuada, lo extraño del guión, la complejidad del tema tratado, etc. Una sarta de densidades entretenidas para ellos.
En la segunda, se hablaba de la nieve, lo rica que estaba, lo increíble del día pese a la cantidad de gente y de las colas en los andariveles. Lo suave y blanda de las pistas, y una sarta de trivialidades interesante para ellos.
Y en la tercera, solamente pasión. Nada tan claro, sólo "salud tras salud" y gritos de alegría por un triunfazo para ellos. Al parecer, gracias a un par de increíbles goles que no dejaban de comentar.
En estos episodios les brillaban los ojos a los once. Cada uno en su tema. Lo divertido fue que había un nexo entre cada mesa. Una de las mujeres -de la mesa de seis- había sido compañera en un taller de fotografía con uno de la pareja de la mesa de dos. Así que se saludaron, y decidieron unir las mesas.
Al molestar a la mesa de tres, uno de ellos era primo en segundo grado de otro de los de la mesa de seis. El enredo terminó en una larga mesa de 11 personas.
Celebrando el triunfo de Colo Colo, mezclado con lo entretenido que es el deporte en la nieve, imaginando una pichanga con bototos de esquí. Haciendo alusión –densamente- a que en el teatro se requiere mucha fuerza y estado físico para actuar, gesticular y moverse.
Todos haciendo salud por el local, la cerveza y lo que los unió esa noche. Mezcla de alcohol, desinhibición y calor humano.
Tres mundos en un solo universo. Tres mesas, en una mesa. Once risas, once acuerdos y mis sueños de los once años plasmados esa noche, ahí.
Amanda Kiran