
Fin de semana frente al televisor. No lo imaginé, menos con los días bellos que me regaló el clima, junto al mar.
Es que me fui a la playa, fin de semana en la playa. Pero repito, realmente fue un fin de semana frente al televisor. Es que ¿cómo hablar de otra cosa? No puedo. No quiero ser diferente a cientos de chilenos que han gozado con estas medallas históricas.
Y así partió el sábado más sufrido de la historia deportiva chilena. Marcelo Ríos, cuando salió número uno del mundo, no nos hizo sufrir tanto. Le ganó
rapidito al hiperquinético de Andre Agassi. Pero bueno, pese a que es un ídolo del tenis también, esta vez no me voy a desviar para su lado.
El single por la medalla de bronce, de Fernando González, no lo pude sobrevivir frente a la tele. Me fui a caminar, bajé a la playa y lo seguí escuchando por la radio, con Daniel, el señor que me vende barquillos desde que tengo uso de razón.
El tenía su radio, y sufrimos los dos por largo rato. Terminamos abrazándonos, más que todo por el tremendo esfuerzo que había hecho Fernando, por no soltar su medalla.
Imagino que la lesión del tobillo que tuvo en el anterior partido lo tenía molesto, y demostró con fuerza y garra que quería cualquier medalla. Es que una medalla olímpica, sea cual sea su color, te ubica en un lugar demasiado perfecto.
Te ubica en un sueño.
Luego, ya con más descanso -yo, no los tenistas-, me acomodé para ver el dobles. Ahí si que sufrí demasiado. Sufrí, literalmente.
Pero nuevamente fue demasiado para mi tonta sensibilidad. No tuve la fuerza para aguantar, y bajé caminando a misa. La santa misa de las 19 horas. ¡Qué cobarde!
Es que ser copiloto es muy difícil. Estar dentro de una cancha defendiendo los colores de tu país es una cosa, pero estar mirando como sufren, se equivocan, aciertan, es demasiado para cualquier corazón.
Entonces, me fui a rezar a la iglesia. Bastante nerviosa, me senté atrás, en la última fila.
Seguí las palabras del Padre que hablaba de la pobreza, de la humildad, del entregarse.
Un poco atrasados llegaron los italianos. Se sentaron junto a mí, una familia italiana bien divertida. Rezaba el Padre Nuestro con unos toques bastante más bellos que mi tímido español. Y los niños revoloteaban por todos los pilares de la Iglesia. Eso me desconcentró un poco.
Pero la verdad, esa tarde mi cabeza sólo estaba en el tenis. Qué fanática. Lo más terrible es que justo cuando se iba a dar la comunión, sentí las bocinas y los gritos que sonaban de fuera del templo. Eran, para lo pequeño del pueblo, una cascada de sonidos felices.
La gente -dentro de la Iglesia- se paró a comulgar, y yo me paré para correr a ver la entrega de las medallas en dobles. Cuando llegué vi desde la ventana a toda mi familia en torno al televisor.
Increíble, insólito, divertido.
Tres generaciones observando una caja cuadrada llena de banderas chilenas. Dos jóvenes poetas con una corona de laurel. Y nosotros saltando y sonriendo. Imaginé en ese momento cuántas casas estarían igual que la nuestra, cuántos televisores estarían acompañados protagonizando lo que era, en ese momento, una emoción histórica.
A la mañana siguiente me desperté con otra sensación. Tenía que aguantar. No me podía mover del sillón destinado para mí frente a Nicolás Massú. Y lo logré. Lo vi entero. Nunca le perdí la confianza, nunca. Sabía que ganaría la segunda medalla de oro, y la tercera olímpica.
Sabía, así que tuve otra predisposición para enfrentarlo. La frase “esta hueá es mía” me terminó por tranquilizar, y supe –en ese momento- que la tercera presea llegaba al cuello.
Otra vez compartiendo con varios ojos más el televisor, pude observar completo el triunfo de la segunda medalla de oro. La emoción reinó en ese living. Se apoderó demasiado de todos nosotros.
Nos pusimos de pie para el himno nacional, y hubo sollozos tímidos para la entrega de ambas medallas, que hizo a los europeos tener que comprar una segunda -e inesperada -bandera chilena en el mercado negro (por decir algo).
Realmente estábamos frente a un tremendo largometraje de héroes. Dos jóvenes que sin ningún ultra poder más que su propio amor propio, su entrenamiento constante y su superación personal, los llevó a compartir este inmenso regalo con todos nosotros.
¿Qué es lo mejor de todo esto? Pertenecer a este país tan pequeño, que goza, llora y vibra con estos triunfos. Independiente de la polémica, de los deportistas, del apoyo y todo eso…
Lo mejor es ser chilena, y sentir algo tan fuerte por unos partidos de tenis. Saber que durante mi vida pude ver, pude reír y pude sufrir por unas medallas olímpicas que pasan a ser, sin siquiera darnos cuenta, parte latente de la historia de cada uno de nosotros.
¡Ah! Se me olvidaba una cosa: las entradas para la próxima Copa Davis ya están en mi billetera. Para Atenas no alcanza, pero para Viña, claro que sí.
Amanda Kiran