
Las realidades son así.
Uno se hace asiduo a algo, y terminas dependiendo de ello. El mundo va avanzando, de esa forma, velozmente. Demasiado rápido delante de nuestra mirada dormida. Y así, detalles pequeños, que avanzan.
Como, ¿cuándo tu firma empieza a ser importante? Todavía no sé. Yo todavía no sé qué firma hacer. Ya adulta, y vieja.
En el carné de identidad tengo una, en el banco otra, en las grandes tiendas otra, y al final, nunca sé cuál usar. Además que es horrible. Y sin personalidad. Es un problema.
Lo mismo -para mí- con el celular. Vivía tranquilamente sin un celular. Pero llegaron al mundo, y hubo que comprarse uno. De joven, de adulto, lo necesitas. Te crean la necesidad. Y hablas más que nunca por teléfono. En los tacos, en las filas, en el supermercado. Siempre hablas.
La privacidad desaparece porque estás ubicable en todas partes, y las cuentas crecen, por que hablas más de lo debido, y así… Te haces fanática de algo que desconocías.
Entonces fue cuando decidí ganarle al sistema y deshacerme de mi celular. Pero por trabajo (necesitas estar ubicable), entonces, corté mi contrato y sólo puedo recibir llamadas.
Es incómodo, pero ya empiezo a acostumbrarme. Menos vida social, menos entretención, pero más moneditas a fin de mes. Entonces llegó el cumpleaños de Paul. No se me olvidó. Para nada.
Era el lunes. Traté de llamarlo desde mi oficina para saludarlo. Quería ser la primera. Pero nadie contestó en su casa. Así que decidí llamarlo después, a su oficina. Estuvo -como nunca- todo el día en reuniones, y no pude dar con él. Y desde la oficina no lo podía llamar a su celular.
Así que me fui tarde, sin poder ubicarlo. Luego agarré mi bolso del auto para irme a entrenar. Quería llamarlo antes de cambiarme, pero no tenía de donde. Entonces fui a una bomba de bencina, y cambié un billete por monedas. Ahí empezó la hazaña.
Llamé desde esa misma bomba de bencina, pero me tragó las primeras dos monedas. Ya se me hacía tarde, así que me fui a entrenar. Salí tipo once de la noche. Duchada y lista. Camino a mi casa paré en al menos tres teléfonos públicos.
El primero, sin tono. El segundo, me volvió a tragar las monedas. El tercero, sólo hacía llamadas de emergencia. El cuarto estaba hecho bolsa, con el auricular colgando y sin cables.
Y así me pasé prácticamente una hora buscando cómo comunicarme. Corría de un teléfono a otro. Corría (literalmente). Tenía una molestia enorme. No sabía con quién. Si con las municipalidades, por no preocuparse de sus teléfonos públicos. O con la gente por no cuidar las cosas que están para el bien común. O conmigo, por haber cambiado mi forma de comunicarme. O con el mundo, que no me dejaba llegar al cumpleañero.
Finalmente dieron las doce. Y empecé a angustiarme en serio. Ya no lo estaría saludando ni primera, ni segunda, ni última. Ya no lo estaría saludando en su día. Eso -para nuestra amistad- era grave.
Así que paré en la casa de una amiga que vive por el sector, toqué el timbre y le pedí llamar. Estaba desesperada. Tocar a las doce y cuarto de la noche en una casa es desesperación.
Llamé a Paul muy avergonzada.
-¿Aló? Paul…
-¡¡¡Amanda!!! Siempre la primera. Jejejejeje.
-¿La primera?
-Si, a las doce y cuarto, créeme que no me ha llamado nadie aún. Gracias.
-Me sonrojé. Por suerte no se ve en este teléfono (aún).
-De nada –contesté un poco exagerada-. Perdona la hora. Y feliz cumpleaños.
Cortamos. Un silencio. Confusión. Suerte. Mala suerte. Qué se yo. Simplemente, desconcertación total.
Amanda Kiran