
Ven a verme jugar tenis, me dijo. "Dale Amanda, juego a las ocho de la noche en el club de La Reina. No te cuesta nada".
Una invitación algo extraña. Pero de cosas extrañas está hecha esta vida, así que fui. Cuando llegué, un miércoles a las 20:30 aproximadamente, no había mucha gente en el club.
El frío, para estar en plena primavera, era realmente invernal. Y mi tenida no tenía nada de apropiada. Menos para la noche que ya había llegado. Con horario nuevo y todo. Estaba, literalmente, muerta de frío.
Pero me encontraba ahí, Y tenía que sentirme linda. Así que a demostrar mis mejores cualidades de
cheer leader (mujer gringa, vitoreando a un hombre, media desvestida). Así estaba yo. Me sentía tonta.
Lo peor -o mejor, no sé- fue que al otro lado de la cancha se encontraba otro amigo mío. Un amigo que no veía hace siglos. Alguna vez me había invitado a alguna parte, y en cobardía absoluta me corrí y nunca más lo vi.
Uf, que manera de sentirme mal cuando llegué.
-¡Amanda!, exclamó Federico, ¡qué tal!
-¿Amanda? ¿Qué haces aquí?, dijo Martín, el otro amigo.
Y empezó la película de Fellini. Una vez más.
Yo. Una cancha de tenis. Dos hombres. Una tenida idiota. Y el frío de compañero fiel.
No había ni pelotero, era demasiado tarde. Así que a un lado me senté, y empezó el debate dentro de la cancha.
Palos iban, palos venían. A uno le dolía el hombro, a otro la muñeca. Pero la honra y el orgullo acechaban esa tarde.
Palos iban, palos venían. Pelotas cortas, reveses largos. Caídas tremendas, levantadas majestuosas. Gritos de dolor y cansancio acumulado. Nadie daba su brazo a torcer.
Y seguía el marcador juntando puntos gordos y flacos, según las jugadas. Entre medio corría a buscar algunas pelotas cerca de mí. Estaba deshecha de frío, y entonces corría un poco- a lo más pelotera de ATP de España- y entraba en calor. (Ni cerca del ATP, la verdad, pero soñar no cuesta nada).
La opción resultó buena para mi cuerpo, y empecé a ayudar en serio. Correr un poco de aquí para allá, ayudando a este par de masculinos galanes que debatían un juego frente a mis ojos.
No creo que por mí, pero sí frente a mí.
Yo, corría cual gacela… Pelota a uno, sacaba el otro. Pelota al otro, sacaba el otro... y así. Pelotera en serio... Me creí la labor.
Pero el error vino cuando -con mis absurdos zapatos veraniegos- pretendí cruzar por la mitad de la cancha. Quería recoger una pelota que estaba justo en medio de todo. Vitrina total.
Corrí, cual
Pindi, por el medio, sintiéndome linda, flaca, regia y...
me saqué la cresta (¡"#$%&/()!"#$%&/). Realmente me fui al suelo, hasta con enredo de malla.
La pelota estaba bajo mis pies, cuando traté de tomarla en carrera, se me pasó. Recuerdo el suelo, rojo y entero entre mi pelo, mis piernas, mi ropa. Quedé con arcilla hasta en los calzones, que claramente fueron vistos por ambos jugadores.
Digna, me paré. Me despedí. Me fui. Todo en menos de treinta segundos.
No he vuelto a ser pelotera. No he vuelto a ver ni a Martín ni a Federico. Lo único que no he dejado de hacer es ver tenis. Sería demasiado sacrificio. Pero cada vez que paso por una cancha, sin quererlo, me pongo roja. Y peor. Escucho risas. Así de perseguida.
Amanda Kiran