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Re construcción

05 de Noviembre de 2004 | 18:01 | Amanda Kiran
Hay semanas buenas y semanas malas. Hay meses buenos y meses malos. A veces hay años mejores y años no tan buenos. En un balance. Nuestro propio balance.

Y esto que escribo, es simple, obvio y casi estúpido.

Pero es tan real como las experiencias que uno vive a raíz de esta estupidez.

Y llegó ese año, que todo salía mal. Ahora que lo pienso, hay años en que las cosas no resultan como uno quisiera, pero no por eso va a salir o está saliendo todo mal. Es que uno exagera. Exagera demasiado.

Entonces ese año fue así. Exagerado.

Me sentía mal. Me lesioné a principios de año. Estuve parada al menos dos meses, y luego la reestructuración -tanto de mi cuerpo como de mi ánimo- fue lenta y paulatina.

Debo confesar que cuando uno se siente así, anda fea. Es irremediable. Y me propuse salir de ese estado de ánimo.

Entonces la primera meta fue recuperar un poco la agilidad en mi cuerpo. Ya el kinesiólogo había hecho todo lo humanamente posible para dejar mi tobillo en su estado inicial, por lo que el resto quedaba en mis manos.

Me propuse trotar. Trotar mucho, trotar locamente. Mañana y tarde.

Me levantaba a las siete de la mañana a correr, para recuperar algo de lo perdido y luego, después de la pega, cual fanática loca, me ponía la ropa de trote y hacía el mismo recorrido. Esto tres veces por semana. Los otros dos días intentaba hacer pesas, nadar, o algo así.

Cambiar de estilo, pero siempre pensando en mejorar un poco el exterior. ¡Qué tontera! La belleza está tan dentro que la obsesión del trote y verme mejor, no pasaban en mi caso por el exterior. Tenía que empeñarme en mí. Pero me di cuenta después. Mucho después.

El circuito era casi siempre el mismo. Cuarenta minutos de trote en la mañana y cuarenta minutos de trote en la tarde. Siempre cruzando el parque, algunas calles principales y luego una calle más escondida que tenía una construcción en su plenitud.

La primera vez que me di cuenta que existía fue un domingo. No me gritaron nada, no le di importancia. Seguí trotando. Era domingo, podían estar en su día de descanso, como lo mandó Dios.

Pasé de nuevo y nuevamente no me gritaron. Nada, absolutamente nada. Eso ya era un martes, y me dolió un poco más. Y así el tercer día, el cuarto, el quinto. Suma y sigue.

Mi meta, mi estado anímico, mi orgullo ya se enfrentaba solamente a esa construcción. Ahí pasaba mi mente día a día.

Algo malo y traumático para una mujer es pasar frente a una construcción y que nada se oiga, tras esas paredes frías y grises, tan llenas de vida y de cascos de colores.

Solamente me quedaba seguir intentando. Cambiar las tenidas. Cambiar el estilo. Pensé hasta en utilizar poleras de algún club, para crear algún tipo de enojo o de amor. Lo que fuera. Daba lo mismo, pero al menos que notaran que yo existía.

Sinceramente, en mi desesperación, recibía lo que fuera. Era humillante mi postura. Tal y como es combatir etapas. Como quedarse demasiado pegado en algo, sin poder superarlo y, entonces, se transforma en un tipo de obsesión.

La vida está llena de esas etapas.

Y ésta se materializaba en mí de la forma más banal y sin sentido de la expresión humana. El autoestima. La baja autoestima.

Mi peso ya estaba -en exceso- bajo. Mi cara había perdido la forma simpática. Mi mirada estaba escondida tras la pena. Y el año me la estaba ganando.

Ni la camiseta de la U o de la UC ni la de Colo Colo harían gritar a esos maestros. Era imposible. Porque mi actitud ciega no me dejaba ver lo que el conserje del edifico del lado me confesó…

-Señorita… ¿cuál es su nombre?
-Amanda, respondí. (Por suerte sociabilidad me quedaba)
-Señorita Amanda, le cuento algo: la veo correr día a día observando esta construcción. Y siento que en su mirada no encuentra a nadie. Imposible que lo haga, señorita. Esta construcción lleva dos años detenida, por un juicio inconcluso de platas. Así que esto tiene para rato. No busque más.

Ese conserje fue mi salvación. Si seguía a ese ritmo de carrera, seguramente habría terminado peinando la muñeca en una pieza de paredes blancas.

A veces hay que detenerse a mirar las metas y lo que queremos construir. Porque pasa mucho que las construcciones están algo más que detenidas. A veces están vacías. Y nuestra vida no.


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