
Sí, en mi juventud existían los graffitis y los spray. Había murallas blancas, rogando ser pintadas. Eres joven, no te das cuenta de que tal vez rayar una pared puede haber sido el presupuesto de una familia. Ahorro de meses, tal vez.
Eres joven e inconsciente. Un poco loco, un poco aventurero. Y seguramente crees estar enamorado. Ese año fue así. Ese veraneo fue así.
Veíamos esta muralla, siempre pintada impecable, blanca, sin manchas. Estaba ahí esperando, en nuestro balneario, en nuestro verano, en nuestra vida. Fue una noche diferente.
Una triatlón de infusiones dentro del cuerpo. Café, cigarrillos, algunas pocas cervezas para ellos. No para mí. Yo debía conducir.
Decidimos dejar nuestro amor (supuesto gran amor) sellado en cada muralla –ya pintada-. En cada poste de la luz, en cada ceda el paso. El broche de oro, la muralla, impecablemente blanca y de un tal señor "Barrientos".
Sebastián (mi amor) y Matías (su cómplice) tenían los spray y me motivaron a recorrer estas calles, con ellos como artistas de la libertad y del amor. "A y S" plagado por todo el pueblo. "A y S" significaba Amanda y Sebastián. Que siútico, que poco conmovedor, que poco artístico.
Nada de amor nacía de aquellas dos letras unidas por una "Y". Nada se leía entre líneas. Nada nuevo se veía en esta apuesta. Nada artístico. De todas formas, valía la pena el intentar.
Se bajaba el Seba al trote, yo al volante, muerta de la risa, y Matías con otro color de spray, dejaban rayada esta prueba de amor. En cuanto terminaban, se subían con velocidad al auto, que nunca dejaba de andar, y a lo Bonnie and Clyde seguíamos a un siguiente espacio por ser rellenado -todavía me avergüenza pensar en ello-.
Finalmente llegamos a "la" muralla. Ahí, el par de artistas dejaron fluir sus más increíbles sentimientos. Entonces, los dibujos volaron por las moléculas del spray (que seguramente, para más
cagarla, dañaban la capa de ozono).
Pero los colores empezaron a aparecer majestuosos en el murallón del señor Barrientos.
Las rayas, los dibujos la incomprensión y por supuesto, al final de todo, una A y una S. Eso era el broche de oro, el pseudónimo, la firma de la noche, el motivo. Luego de esa última muralla, los fui a dejar. Cansados, relajados, completos.
A la mañana siguiente, la gran noticia. El "señor Barrientos" había muerto.
Un ataque cardíaco. En cuanto supe, corrí como loca a su casa. Subí las mil y una escaleras que separaban su casa de la vereda. Y me acerqué a la gente que se acumuló cerca para saber qué había pasado.
La única frase que recuerdo fue: "No, el señor se fue en el sueño. Se le apagó la vela, no alcanzó a ver –gracias a Dios- la desgracia de su muralla". Entonces me alejé.
Salí pálida y corriendo los cien metros planos más veloces de mi vida. Lloré un buen rato hasta llegar a la gruta, donde pedí mil perdones, una mañana completa, delante de la Virgen María. Mi sentido de culpa era tremendo.
Ese mismo verano me separé del Seba. De Matías. Y del (mal) arte de rayar murallas.
Años después, caminando con mi madre, llegamos a ese mismo rincón, que ya casi había olvidado.
La casa, bastante abandonada por peleas de litigios y deudas. La muralla, llena de polvo y humedad, escondía mi pasado-presente. "A y S" se veía entre polvos.
El pasado sí existe. Y se queda.
Escríbele a Amanda