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Las vueltas de un bus

03 de Diciembre de 2004 | 17:00 | Amanda Kiran
Fuimos todos en un bus de recorrido. La competencia era en un mini estadio, cercano al lago Rapel. No alcanzaba el presupuesto para arrendar un bus completo, así es que fuimos con gente que no conocíamos. No éramos tantos. Por lo mismo, no había problema con eso.

Después de la competencia, hicimos lo mismo. Los niños, y algunas mamás que nos acompañaban, estaban bastante cansados. Durmieron gran parte del viaje, y se despertaban justo para bajar.

Todas (la mayoría) vivían camino a Santiago, y no en Santiago mismo. Esa era la idea de esta nueva actividad. Incentivar la competencia deportiva a niños que no fueran necesariamente de Santiago, o que no tuvieran cómo llegar a una competencia. Era un nuevo "concepto" que intentábamos crear, y este primer viaje era el conejillo de indias.

Para cuando se acercaba la gran capital, sólo quedaba Manuel, su madre, y yo. Yo medio que dormitaba entre todo lo que hablaba este niño, justo en el asiento de atrás mío. No había como callarlo, ni menos cansarlo. Era una verdadera locomotora.

Las preguntas a su madre fluctuaban en ¿cuánto queda?, ¿dónde vamos?, ¿cuántas cartas me vas a repartir?, ¿quién ganó (en su juego de cartas)?, ¿dónde nos bajamos?, ¿por qué voy al lado de la ventana?... ¡Quiero ir al lado del pasillo!, y mucho más.

Con voz bastante aguda y tono fuerte.

La mamá, una mujer soltera, que tuvo a este niño sola. Ya estaba bastante agotada. Cansada por el viaje, por la competencia al sol y porque seguramente vivir 24 horas con Manuel no eran tarea fácil.

Sus respuestas, cada vez menos amistosas, eran ya cortantes. Contestaba a casi todo con un tono de ruego, para que el niño se callara. Manuel estaba en una actitud totalmente contraria. Desesperado por hablar, lo que fuera. O por conseguir una entretención constante.

Pasaron algunos minutos y la señora del asiento de al lado, justo cruzando el pasillo, se bajó. Al lado de ella había un señor. Alrededor de 40 años. Cara simpática. Manuel, de puro inquieto, sin pedir permiso, saltó al asiento.

El señor le sonrió. Y su madre empezó:

-Manuel, no moleste.
-No señora, no se preocupe él no molesta.
-¿Está usted seguro?
-Si, de verdad, no se preocupe.

Ella lanzó una carcajada nerviosa. Luego rió de cada barbaridad que el niño decía. Ya más coqueta, más libre, menos agotada de este viaje. Entones al niño se le volvió a enchufar el preguntómetro y empezó, sin casi respirar entre frases.

En eso, el señor, amable e inteligentemente, le prestó su teléfono celular. Bien moderno. Con unos juegos especiales para niños. Y santo remedio. Silencio total.

La madre siguió sonriendo y conversando con este pasajero. Pasaron 10 minutos y él se le acercó y le dijo algo al oído. Manuel, desenchufado total, embobado por un estúpido juego. No sabía qué sucedía a su alrededor. Entonces fue cuando Elena se me acercó.

-Amanda, ¿dejarías a Manuel en casa de mi madre? Dile que mañana lo paso a buscar.
-Qué podía contestar a eso, solamente un "está bien".

Siguiente parada, un motel del camino. Se bajaron dos. Unas tremendas puertas grises, esperando a un par de peatones "enamorados". Yo, en cambio, ya sin celular para callar a nadie y con el cansancio acumulado.

Gané una hora y media más de conversación incoherente, de un niño confundido. Que por parlanchín había perdido a su madre. ¿Quién sabe? Tal vez, con suerte, estaba ganando un padre. Ojalá. El esfuerzo se estaba haciendo.


Amanda Kiran
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