
Me levanté sin pensar que ese día descubriría tantas cosas, de alguien que ya pensaba conocer.
Es que si compartes y vives día a día con alguien, crees conocerlo bien. Crees que conoces todos sus problemas, sus conflictos, sus realidades. Pero sinceramente no tiene por qué ser así.
Todo lo contrario. Si uno se conoce a sí mismo, sabe que a veces hay cosas que es mejor que nadie las sepa. Aunque eso signifique un daño personal, para no hacer sufrir a los que te rodean. Pero así y todo, uno cree, confía, desconoce y deja de leer entre medio de nubes y penumbras.
Justo en estos momentos, que el Informe de Torturas anda en boca de todos. Y que muestran y hablan de Víctor Jara hasta en los canales internacionales (sabiendo que el sólo hecho de tatarear una canción de él hace varios años atrás era totalmente prohibido).
Justo, en medio de todo eso, que hoy suena ilógico y anormal. Pero no tuvo que ver con eso. Y de hecho, no tiene que ver solamente con el año 1973 ni con todo lo sucedido. Tiene que ver con la visión personal que tenemos cada uno, de algo que puede tener cientos de matices diferentes, cientos de ellos.
Tales como que “la pena de unos es el rencor de otros, la venganza de muchos, o el silencio de bastantes más”. Así fue, así lo entendí en un viaje al aeropuerto.
Como por arte de magia salieron las palabras y las conversaciones que sólo dos personas pueden encontrar. Dos personas que llegaron a ese viaje al aeropuerto porque el destino lo quiso así.
Y no es palabrería, el destino lo quiso. Y así fue como descubrí que Pablo, mi amigo separado hace un par de años, con un hijo precioso, padre al cien por ciento, trabajador, sin amarguras, ni en su rostro, ni en su visión de la vida, una persona feliz, con la sonrisa como un sol, que siempre tiene las mejores frases para recompensar un mal rato personal, ese mismo Pablo, tenía un tremendo secreto.
Secreto, hoy, superado.
Y es que su padre no había muerto en un accidente de auto como me había dicho. No había sido así. Para nada. Pero tampoco sabía por qué, él había negado la forma de cómo su papá había desaparecido para siempre.
Pero ¿cómo cuestionar que no quería contárselo a nadie? Si en verdad, no quería contárselo a él mismo. Autoengañado, sin respuestas, sin preguntas, sin sentir.
Las cartas que le habían dejado a él, para ser leídas, jamás las abrió. Y pasaron los treinta años. No quería, no existían.
Mientras me soltaba todo esto, a mí se me caían las lágrimas. Y él se aliviaba de poder hablar, ya tranquilo de eso. No por mí, ni conmigo, sino porque su vida se hacía más liviana día a día.
En cambio en mí estaba empezando el desconcierto, las realidades directas, la veracidad de un pasado, nacido en mi año, el año cero. El año cero para nuestro país.
Y las lágrimas en mí no deben seguir cayendo. Eso está claro. Lo que entiendo es que no tenemos por qué ser todos iguales. No hay un parámetro para todo. Y cada uno tiene una visión y misión diferente.
Esa es mi mayor impresión de esta nueva aventura. De esta nueva etapa. Ver la madurez de cada uno, para vivir su propia vida y sus tiempos. Lo que sí creo es que no puede existir indiferencia ante los hechos.
Fue una época, un momento, muchas infancias, muchos recuerdos. Y por estos días las cartas esperan para ser leídas. Al menos las que le dejaron a Pablo. Para hacerlos protagonistas del presente. Para reconocer desde más adentro, sin necesidad de gritarlo, la angustia, valentía y entrega de aquellos que vivieron algo, que aunque no lo creamos, sí ocurrió.
Para bien o para mal de nuestro presente, sí ocurrió.
Amanda Kiran
PD: Pablo, debes saber que no sólo te admiro mucho, si no que te quiero más. Gracias por tu regalo, y por el reencuentro.