
Veía de todo tipo de alucinaciones, colores, luces, de todo. Me sentía mal. La fiebre se había apoderado de mí, en forma definitiva. Los huesos me molestaban casi más o igual que el pelo. Nada estaba donde debía estar, y todo producto de esta gripe que me estaba acogotando.
Eran las doce de la noche y todo empezó a pasar de forma tan lenta que creí que nunca llegaría la mañana. La cama se me hacía enorme, y así y todo no tenía fuerzas para moverme de un lado a otro.
Es que este año el otoño ha ido apareciendo tan de a poco, que me confundí con un día de sol, pero en invierno. Y claro, hubo otros días para usar algo liviano, con mucho calor en medio de este engañoso otoño, entonces, eso, más la no vacuna de la influenza, sumado otros eventos, me llevaron a volar en fiebre un día cualquiera a fines de mayo.
Entonces, tuve que pasar la noche contando ovejas, contando soles, contando vacas, daba lo mismo qué, el tema era mantener la mente ocupada para no sentir tanto mal estar.
Recordé a mi madre (extrañándola a concho) y fui al baño a buscar una toalla, la cual humedecí mucho. La puse en mi frente, en mi estómago, bajo mis brazos. Pero eso luego me causó mucho frío, y ahí empezó otro mal estar, los escalofríos. Y mi noche, eterna, vislumbraba un final de mes terrorífico.
La visita del doctor fue bastante obvia y corta. Me revisó los pulmones, las amígdalas y finalmente dio por sentado que me había agarrado un frío, y que la ausencia de vacuna se apoderó de mi débil cuerpo. Entonces, varios días para estar en cama. Y el matrimonio de la Trini se alejaba de mí. Una pena.
La tenida estaba planeada. Y eso –en nosotras las mujeres- no siempre es tarea fácil. Las ganas, el ánimo, todo para asistir. Pero no había posibilidad de sacarme esos malestares del cuerpo, y por lo mismo, el reposo era seguro. Así que me quedé sola, en mi casa, acostada, acompañada por un feroz jarro de jugo a mi lado, y la televisión.
Pero lo que la fiebre me había dejado olvidar era que se venía un partido de eliminatorias frente a mis ojos. Y gratis. Con un "nuevo entrenador" al mando, por lo mismo, con "nuevos jugadores". Para mí, casi los mismos a los que vi defender la camiseta en el Estadio Nacional, en las eliminatorias del Mundial de Francia. Faltaban Zamorano y
Coto Sierra, y la oncena casi habría sido la misma.
Y eso me trajo buenos recuerdos. Estadio lleno, esa vez. Casa vacía y en soledad, esta vez. No importaba, al menos me esperaba un panorama entretenido. Entonces me senté lo mejor que pude en la cama y me dispuse a ver, entre estornudos, tos, y dolores de cabeza, el partido de Chile.
Fue una noche agradable. No pude ver a la Trini entrando a la Iglesia. No vi al novio nervioso esperándola en el altar. No vi ningún vals, ni bailé ninguna canción de los ochenta. Pero pude ver al
Murci Rojas tratando de pasar bolivianos por la línea. Pude ver la patada más innecesaria y pasada de revoluciones que dio Sebastián González. Vi dos lindos goles de cabeza, de un defensa –Fuentes- que celebraba dándose besos en el brazo.
Sentí que el estadio aún puede llenarse bastante más. Y llegué a rozar las lágrimas del
Matador desde mi cama. Tremenda alegría, que por fin pudo obtener su ansiado gol. Eso fue lo que me hizo más feliz. El penal en contra ya no importaba tanto, que clasifiquemos o no, en ese momento tampoco importaba. Que Chile no está jugando muy bien, tampoco era el punto. Sólo el gol de Salas, lindo gol, que llevaba buscando hace tanto tiempo.
Creo que le falta mucho a este –nuestro- equipo chileno. No sabemos entregar la pelota, sin buscar el pelotazo largo, no marcamos nada de bien, y estamos medio enredados en los pases y en la rapidez del juego. Pero estar en cama, con fiebre, sin poder salir, sola un sábado en la noche, y ver ganar a Chile, con un gol de Salas, no se da todos los días. Para mí fue un regalo y, en verdad, para quien sea que le llegue esta columna, se lo agradezco.
Amanda Kiran