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A la punta del este

02 de Septiembre de 2005 | 17:57 | Amanda Kiran
Cuando viajo soy bastante desubicada y desorientada. Nunca sé bien donde estoy, sobre todo porque sin la cordillera mis sentidos se pierden mucho. Es así, acostumbrada a ver los cerros (cordillera) desde que nací. Cuando salgo de mi angosta franja, me pierdo.

Pero nunca he viajado sola. Siempre, para suerte mía, he viajado con más de una persona. Así que es difícil extraviarme.

Esa mañana era mi última mañana. Tenía que volver antes a Santiago porque mi trabajo lo ameritaba. El campeonato ya había terminado, y sólo estábamos haciendo turismo. Yo y una pareja de amigos viajábamos ese día. El resto se quedaría en Uruguay un día más.

Decidimos ir todos juntos a un centro comercial. Ya habíamos estado en la playa, en los paseos, en el centro y a mí me faltaban unos regalitos que comprar. Así que fuimos todos a esta galería.

Dentro de ella nos separamos. Nos quedamos de juntar a las 12:30 en el patio de comidas. Eso era porque yo y la otra pareja debíamos tomar un bus para llegar al aeropuerto. El bus salía a las 14:00 horas. Eso nos daba tiempo para llegar al lugar donde dormíamos, tomar las maletas y agarrar el bus.

Mi vuelo salía a las 17 horas. Estaba todo bastante bien calculado. Pero no conté con mi desorientación. Estuve cinco minutos más comprando un último regalo, y me fui corriendo al lugar de encuentro. Qué terrible ser un adulto y entender todo mal!

Llegué al patio de comidas, pero no vi a nadie. Esperé por si llegaba alguien. Por si veía una cara conocida entre un mar de uruguayos, y nada. Pensé que se habían olvidado de mí. No sabía que hacer. Me sentí sola. Justo llegó la Juana, otra compañera de mi equipo. Ella se quedaba, pero tampoco había encontrado a nadie.

Así que las dos tomamos la decisión de irnos al club donde dormíamos. Eso fue ya como una hora después de estar dando vueltas sin rumbo.

Llegué al club, tomé mis cosas y decidí partir a buscar el bus. En eso vemos llegar la camioneta que habíamos arrendado, con todo el resto de las personas. Y ahí empezaron los retos. Me sentí una niña chica regañada por varios papás y mamás.

-¿Dónde estabas?
-Sí (dijo otra), hemos perdido toda la tarde buscándote.
-¿Por qué no estabas en el lugar señalado a la hora señalada? -reclamó un tercero.
-Además -terminó de gritar la cuarta- la pareja que viaja contigo ya se fue al aeropuerto.
-Sí... No creo que tú llegues a la hora, vas a perder el viaje. Terminó de decir al más adulto de todos.

De haber pasado cinco días maravillosos, sólo tres minutos se necesitaron para que la mala onda se apoderara de todos estos personajes, que protagonizaban un monólogo cada uno, sin escuchar nada de lo que yo tuviera por decir.

Me sentí mal por haberlos hecho perder tiempo. Pedí disculpas y me callé. Pero en ese momento, la única real preocupación era poder llegar al vuelo a tiempo. Así que sin defenderme más, los dejé regañándome y tomé los bolsos para correr al terminal.

-Bueno -dijo el menos enojado- súbete a la camioneta, que yo te llevo a los buses. Igual, ya debemos devolver esta camioneta, hasta hoy dura el arriendo. (Como reprochándome que habían perdido tiempo valioso de disfrutar paseando).

Sin hablar subí mis cosas. A lo lejos le dije adiós a la Juanita, que sabía todo lo que había pasado, y me fui triste. Justo al llegar al terminal salía un bus al aeropuerto. El último de ese día. Lo malo era que no sabía si de todas formas llegaría a la hora de la salida del vuelo. Pero prefería pasar la noche sola en el aeropuerto que con los miles de regaños atrapados en las gargantas de mis amistades. Los otros dos, ya de seguro estaban en el avión. Yo, sola.

Me despedí agradecida de mi "indignado chofer" y me fui. En el bus me fui pensando en mil cosas. Triste. Perdida, en el tiempo y el espacio. Al avión llegué diez minutos antes del supuesto despegue. Y me retaron. Los del counter, los de la aduana, los de la línea aérea y la auxiliar que me esperaba para cerrar la puerta del avión.

Pero primera vez que no hago fila para hacer el chequeo.

En la cabina ya estaban todos sentados. Entré al avión con mucha vergüenza. Finalmente, 150 pasajeros estaban esperando a la rezagada. Y aquí viene lo más malo. Ya cansada de retos y de malas caras, fui a buscar mi asiento y justo a mi lado, la pareja de amigos que viajaba conmigo muy pegados a mi silla.

¿Suerte? ¿Mala suerte? No sé. Desde el pasillo vi las caras de retos y regaños que me acompañarían todo el viaje de vuelta. Milésimas de segundo de haberme sentado, cansada, partió:

-Pero Amanda, ¿cómo es posible?...


Amanda Kiran