EMOLTV

Mi club

17 de Febrero de 2006 | 19:00 | Amanda Kiran
Ver a mis sobrinos y sus amigos jugando en pleno veraneo me hizo recordar toda mi exquisita y muy pasada niñez. Los recuerdos de esa época se acompañan de comida sin límites y sin preocupación de kilos extra. Corridas sin parar y sin cansancio acumulado.

Días completos volando sin remordimiento alguno de que vendrá el trabajo luego de 15 –o menos- días hábiles. Excursiones que duraban por siempre pero a ninguna parte. Baños eternos donde la arena se juntaba en todo el cuerpo, de tal manera que había que llegar a manguerearse para que te dejaran entrar a almorzar.

Caídas increíbles que terminaban sólo en un rasmillón. La sal, en tantas partes, marcada como a fuego. El sol y el calor siempre encima de ti. El color, un dorado perfecto, jamás notificado. Y así pasaban 45 ó 50 días volando, sin papá, sin autos, sin televisión, sin colegio y sin rutina. Este verano a mis sobrinos, como a todos lo niños de este mundo, les dio por hacer un club.

El club. Mi club -como cada uno le llamaba- Todos eran jefes del club. Y peleaban por aquello. Y era lógico, no era cualquier club. No era sólo parte perfecta de la imaginación de cada uno de estos niños.

Eso fue lo que pensábamos todos. Por eso decidimos ir a ver con nuestros propios (adultos) ojos.

Entonces apareció una inmensa y bien hecha casa sobre un árbol. ¿Cómo se hizo? Nadie lo sabe.

Dentro de ella, un sillón, una alfombra, una mesita que estaba adornada con un florero y unas malezas blancas, lindas. Toda una casa club. Tenían cortinas, comida, lápices y papeles. Y un par de pisos para sentarse.

Cada uno había aportado con algo. Por lo mismo, cada casa de veraneo tenía un artículo menos dentro de ella, que en su conjunto parecía mucho, pero en detalle nadie lo había notado.

Entré y me contaron un poco de la rutina que tenían. Sus horarios. Lo que hacían dentro de la casa. Cual era el mejor jefe del club, etc. Miles de cosas con las cuales se atropellaban por contarme. Esa noche, sus padres los dejaron quedarse hasta las 12:00 en su casa club, como una celebración especial.

Podían comer juntos y estar ahí con una vela, con mucho cuidado, conversando, hasta que llegara la medianoche. Y menos mal que fue así.
Se quedaron, conversaron y después de eso, se despidieron y cada uno se fue a su casa.

De mis sobrinos, cada uno se fue a su pieza, sintiéndose un poco adultos.
Yo, en cambio, envidiando un poco ser niña. A la mañana siguiente llegó Tomás (el mayor del grupo y por ende, líder) corriendo con cara de espanto.

¡Amigos!, salgan, despierten… Alguien entró al club y se llevó todo.

-¿Cómo?- saltaron mis sobrinos.
-¿Quién? ¿De qué hablas?

Y fuimos todos… Yo, una más, imbuida en la pena de que les hubieran sacado sus cosas. Y es que –efectivamente- se habían robado todo. Rompieron las cortinas. Se llevaron el sillón, la mesa, dejaron dos pisos. Los más malos. Se comieron la comida, sacaron los lápices. Habían saqueado el lugar.

¿Con qué fin? Espero que alguno no tan malo. Desarmaron por completo el club y con ello, el conjunto, el juego, el presente líder, el futuro, las ilusiones que había dentro, la unión. Casi todo.

Me dio pena. Mucha pena. Y como era de mañana y me tocaba mi trote matutino, los invité a correr conmigo para botar las penas. Pero, más yo que ellos, quería la compañía de estos niños tan llenos de energía.

No fue panorama, ni les interesó. Me miraron con cara de “estás loca” y me dieron las gracias. Entonces me fui, empecé a correr, llena de pena.
Antes de eso, me di vuelta para despedirme una vez más de estos niños sin casa club.

Estaban todos abrazados, uno al lado del otro, pensando cómo iban a arreglar el problema. Y mientras me alejaba trotando, pensaba en las ganas que tenía de estar abrazada en la mitad de ese grupo de niños, dueños de su propio club, sin acciones ni pagos ni egos de por medio. Sólo la ilusión de pertenecer a su club.


Amanda Kiran