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Mañana mundialera

23 de Junio de 2006 | 19:22 | Amanda Kiran
El fin de semana pasado tuve que salir de Santiago. Teníamos algunos compromisos y cosas que hacer fuera, en la playa. Por lo mismo me perdería un fin de semana de entrenamientos y actividades físicas.

Debido a esto, mi entrenador me pidió expresamente que no me dejara estar. Es muy fácil perder el estado físico. Muy complicado obtenerlo, y casi imposible mantenerlo si no eres constante.

Entonces, ya, pasadito los treinta hay que hacer un doble esfuerzo. Es por eso que me dio un plan especial de fin de semana. Así que debía hacerlo al menos dos veces, antes de volver a entrenar. Pasaron dos días y no lo había hecho. Al tercero, entre el cargo de conciencia y la preocupación, mi cuerpo y mente se decidió a partir.

Me puse la tenida más calentita, ya que estaba un poco fría y húmeda esa mañana. Dejé encargada las tareas del hogar, y partí. Lo malo es que me perdería un partidazo del Mundial.

Hasta el momento he intentado de seguir la mayor cantidad de partidos posibles, los mejores principalmente. Éste no podría verlo. Todos los que estaban en la casa con nosotros, habían decidido levantarse y tomar desayuno viendo el match. Yo, por floja y no haber corrido antes, me lo iba a perder.

El plan físico demoraría al menos una hora y media. Así que –con suerte- llegaría a ver los últimos quince minutos. Pero tenía que hacerlo. Así que me despedí del festival de pijamas mundialeros, y me fui a correr.

Partí por el cemento, recorrí gran parte de pueblo que a esa hora estaba más que dormido, y luego llegué al área del mar. Siempre hago, o trato de hacer el mismo circuito cuando corro en la playa. Voy primero por el camino, luego llego al pueblo, sigo hacia el paseo cerca del mar, hasta que llego a la arena, y después de eso me desvío por las rocas.

Esa es mi parte favorita. Correr muy concentrada por las rocas. Recuerdo muchas cosas cuando hago ese circuito. Mi niñez, mis momentos especiales, algún amor de verano, y sin buscar más, recuerdo que estoy trotando al lado del mar. Eso me llena de alegría.

Y pese al cansancio y al recuerdo del pijama party cerca de la televisión y el Mundial, era tremendamente exquisito sentir la brisa marina golpeando sin piedad mi cara. Pero esa mañana tuvo más.

El destino fue más amigable aún con mi trabajo y entrega física. En la mitad de las rocas se me ocurrió levantar la vista, con sumo cuidado por lo difícil del desnivel. Levanté la vista hacia el mar, que estaba como a cien metros de mi carrera. Y veo algo increíble. A lo lejos, me pareció ver la clásica aletita de una de las dos toninas que siempre bailotean frente a nosotros en ese lugar.

Hace rato que la estábamos extrañando, pero sin darnos cuenta había vuelto. Entonces me detuve para buscar su siempre fiel compañera. Porque generalmente andan de a dos. Y quería ver bailar a mis dos amigas toninas.

En eso, para mi gran sorpresa y disfrute, comprendo visualmente que no había una ni dos, ni tres aletas más. Conté, a la rápida, cincuenta. Sin entender cómo, acompañándome en mi trote, había cincuenta toninas, cruzando hacia algún lugar en nuestro océano Pacífico. A esa hora más pacífico que nunca.

Iban todas juntas. Una manada de ellas. Bailando y nadando hacia el sol –supongo-. Cambiando de aguas, de vista, de espacio acuático. Unas por arriba, otras más abajo, pero todas juntas. Y yo triunfante siguiéndolas, ya cuando llegaba al fin de mi carrera.

El partido del Mundial fue un detalle. Sinceramente, en ese momento no importaba nada. Sólo me sentía afortunada de poder estar ahí, viendo totalmente libre un espectáculo de esa magnitud. Sin viajes, sin tour, sin pagar nada. Un premio por el esfuerzo y la constancia. Un premio por saltarme un partido del Mundial para cumplir mi deber. Un premio en mi balneario querido.

Y este fin de semana, aunque no haya toninas, veremos qué regalo me tiene el Mundial de Alemania. Ahora, todo me deja feliz.


Amanda Kiran
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