Cumplió 18 años.
Mi sobrino mayor cumplió 18 años. El niño a quien yo le enseñé a nadar. El primer niño que estuvo a mi cargo. Aquel niño que me decía por mi nombre y no tía, por la poca diferencia.
Ese niño, ya es un adulto con derecho a voto. Y ni siquiera el tema es el sentirme más vieja. Porque definitivamente lo estoy. Y de eso nadie se salva.
El tema está en que ya es un grande. Un hombre. Un futuro universitario. Y vino el día de su gran celebración. Sin poder contenerme, lo tuve que interrogar.
Le hice miles de preguntas, antes que se fuera a celebrar con sus amigos y con su polola (Marisol). Antes que se fuera de carrete, por sus bien cumplidos dieciocho años.
Me enchufé el preguntómetro y levanté velas.
Benjamín:
-¿Te acuerdas cuando te enseñé a nadar?
-¿Y cuando te enseñé a pegarle a la pelota de fútbol? (¿deporte que ahora amas?)
-¿Y cuando salimos al zoológico y te dio miedo la jirafa?
-¿Te acuerdas cuando me quedé a cuidarte y se me quemó la pizza?
-¿Te acuerdas cuando fuiste a verme jugar y te enojaste por que me perdí un gol?
-¿O cuando practicamos ese show de Navidad y yo te disfracé y te enseñé tu parte?
Y así seguí un buen y largo rato. Se acordaba de algunas cosas más que de otras, y me recordó un par que yo ya había olvidado. Pero vino la pregunta clave.
-Quiero saber si te acuerdas cuando tu papá te regalo un libro de imágenes. Imágenes que tú llamabas hermosas. Y de esas imágenes, sacaste el lugar más lindo y me dijiste: "Amanda, cuando tenga dieciocho años, quiero ir contigo a este lugar. Lo encuentro precioso, y podremos hacer un pic-nic. Con cerveza. Porque ahí me va a gustar".
-Bueno -te contesté.
-¿Crees que estés viva?
Y yo te respondí: "Mira Benja, si tengo suerte, voy a estar viva. Pero lo más probable y lo que nos pasa a todos los adultos, es que seguro que no te vas a acordar de esta conversación y lo más probable es que cuando tengas dieciocho años, vas a querer hacer muchas cosas, y no este viaje a tu lugar "hermoso" para hacer un pic-nic conmigo".
Pensó un rato, y me respondió, mirando a alguno de sus primos, "tienes razón, de eso no me acuerdo Amanda".
-Bueno, está bien. Es la ley de la vida. Lo que uno quiere a los diez, ya no lo quiere a los quince, y así.
Vamos cambiando. Y cuando podemos, ya tenemos prioridades más altas, las que en ese presente ya no podemos cumplir y así...
Es como que habláramos otro idioma, en diferentes edades. Sería cómodo recordar todo lo que de niños soñábamos, porque seguro de adultos sería algo más fácil cumplirlos. Al menos los terrenales.
Ya para cuando se estaba despidiendo de todos, listo para salir, me llamó:
-Tía Amanda, ven a mi pieza porfa.
-Ah, que lata lo de tía, Benjamín. Bueno, ya… Voy. (Debo admitir que tontamente me sentía traicionada por un niño de 6 años, que ya tenía 18). Y bueno, el corazón es frágil.
Cuando entré a la pieza, cerró la puerta y abrió su cajón secreto. Debajo de sus cosas, tenía un libro. El libro de imágenes. Y tenía la página marcada de aquella conversación. Casi me desmayé de la emoción. Y como buena tía vieja, se me llenaron los ojos de lágrimas.
El, cálidamente, me dijo. "No pensé que te acordarías".
Y me dieron más ganas de romper a llorar. Pero me contuve. Cuando iba saliendo, y para volver un poco al contexto en el cual estábamos, me lanzó su última frase:
-Amanda, pero te importa si vamos con la Marisol, si no, me mata, y las cervezas las comprai tú.
¿Dale?