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Columna de opinión: Una decisión constitucional

Lo que se asomaba como un largo y complicado debate constitucional (y uno de los temas relevantes de la campaña presidencial) acaba de ser resuelto de una plumada.

10 de Diciembre de 2021 | 10:57 | Por Carlos Peña
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El Mercurio
Lo que acaba de ocurrir, apenas hace algunos días, muestra hasta qué punto el proceso político cotidiano y el diseño constitucional están entrelazados. Si el diseño constitucional podría alterar el proceso político (anticipando el término del período presidencial), la inversa también es posible: el proceso legislativo podría adoptar decisiones que, parecía, correspondían a la Convención.

El martes —en vísperas del día de la Inmaculada Concepción, ¿se habrá escogido deliberadamente ese día?—, el Congreso aprobó el matrimonio igualitario, de manera que las personas, con prescindencia de su sexo, orientación sexual o identidad de género, podrán contraer matrimonio entre sí.

¿Qué relevancia posee esa ley para el debate constitucional? Salta a la vista.

Después de esa ley, todo el debate acerca del estatuto de la familia en la Constitución queda zanjado. La idea de que las reglas constitucionales debieran establecer un tipo de familia por sobre las demás, como la mejor o la más adecuada desde el punto de vista de las reglas jurídicas, de un día para otro se vuelve obsoleta. La situación recuerda la frase de Kantorowicz, según la cual dos palabras del legislador convierten bibliotecas enteras en basura. En este caso bastaron para acabar con un debate jurídico que amenazaba ser eterno.

Desde luego, separa casi del todo a la naturaleza de la cultura. Hasta ahora, y para qué decir en la Constitución de 1980, el matrimonio, o el nombre que recibiera, era una institución a la que se creía anclada en la naturaleza, en nuestra condición, por llamarla así, antropológica. Es lo que se quería decir cuando se afirmaba que la familia era el núcleo fundamental de la sociedad. Los roles familiares, el cuidado, el apego, la crianza de los hijos, y para qué decir su concepción, eran, desde el punto de vista de las reglas, dependientes de una realidad que, se pensaba, estaba más allá de la voluntad humana y dimanaba de la naturaleza: la heterosexualidad.

Al admitirse el matrimonio igualitario, esa concepción cambia de manera más o menos radical. Desprovisto de cualquier referencia a la naturaleza, pasa a constituir un consorcio erigido íntegramente desde la voluntad humana, carente del momento de incondicionalidad que reclamaba la, hasta estas alturas, vieja concepción. No es difícil advertir de qué forma esta decisión del Congreso —frente a la cual los partidarios de una sociedad abierta deben alegrarse— resuelve también otras cuestiones controversiales como la procreación. Las técnicas de reproducción asistida —que algunos autores llamaron alguna vez el deseo frío— permiten desde hace ya tiempo separar la procreación de la sexualidad, de manera que una vez que la institución matrimonial se separó de la naturaleza donde se la creía anclada, tampoco habrá motivos para oponerse a la adopción por parte de parejas del mismo sexo.

En otras palabras, lo que se asomaba como un largo y complicado debate constitucional (y uno de los temas relevantes de la campaña presidencial) acaba de ser resuelto de una plumada.

Nada de esto significa, desde luego, que quienes abriguen para sí una concepción distinta acerca del consorcio matrimonial sigan abogando por él. Solo que ahora deberán hacerlo no en el foro constitucional, sino en el ámbito de la cultura, procurando persuadir a las personas que esa es la mejor manera de concebir la vida compartida, sin abrigar ya esperanzas que la coacción del Estado apoye su punto de vista.

EL COMENTARISTA OPINA
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