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Columna de opinión: Derecho al mínimo vital

Una nueva Constitución debería incentivar que, junto con la garantía de igualdad de oportunidades para mujeres y hombres, haya también un reconocimiento real (monetario) y simbólico (aprecio y valor) al trabajo de cuidado.

09 de Enero de 2022 | 12:01 | Por Alejandra Zúñiga-Fajuri
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El Mercurio
Anteriormente hemos sostenido que una Constitución escrita en paridad debe reconocer el derecho al aborto. Ahora parece necesario atacar el problema de la feminización de la pobreza. El covid-19 ha profundizado la pobreza de las mujeres y las proyecciones de la ONU aseguran que aumentará. ¿Podremos aprovechar la oportunidad que nos dio la paridad del proceso constituyente y la pandemia para corregir instituciones injustas?

La mayor deuda social que el Estado y la economía tienen, aún, con las mujeres se relaciona con la invisibilización del trabajo de cuidado. En todo el mundo las tareas domésticas y el cuidado familiar siguen estando mayoritariamente en manos de las mujeres. Incluso en los países con los mejores índices de igualdad de género y las mejores políticas de cuidado infantil subsidiado y flexibilidad horaria, la división por género del trabajo de cuidado continúa.

Aunque la discriminación cumple un rol importante en las elecciones personales (preferencias adaptadas), lo cierto es que hay otros factores que influyen, decisivamente, en el valor que mujeres y hombres les dan a los trabajos de cuidado y reproducción. Para la psicología evolutiva las elecciones de las mujeres resultan evidentes pues, desde el punto de vista biológico, la contribución femenina versus la masculina en la reproducción es muy disímil. La historia muestra que las diferencias en el cuidado parental son universales y transculturales y, aun cuando existen sociedades donde el compromiso masculino ha ido en aumento, no hay ninguna donde sea remotamente equivalente al materno.

En esta línea, una nueva Constitución debería incentivar que, junto con la garantía de igualdad de oportunidades para mujeres y hombres, haya también un reconocimiento real (monetario) y simbólico (aprecio y valor) al trabajo de cuidado. Personalmente, he compartido la preferencia por el cuidado personal de mis hijas. Pero sé que hay mujeres que prefieren delegar estas tareas a terceros y no pueden por falta de recursos y, además, hay muchas otras que, queriendo cuidar, están ahogadas en la pobreza y no pueden elegir porque para cuidar se requieren ingresos y apoyo social.

Pocos niegan hoy que el mercado es incapaz de generar espontáneamente una distribución equitativa de los recursos sociales, es decir, no puede garantizar la libertad de las personas. Para lograr una buena articulación entre mercado y democracia con género, se requiere que la nueva Constitución reconozca el derecho al mínimo vital por medio de un Ingreso Básico Universal (IBU). Este es un ingreso incondicional de subsistencia, pagado por el Estado, de manera uniforme y en intervalos regulares, desde el nacimiento. La propuesta del IBU tiene varias ventajas. Desde ya, sería una herramienta eficaz para paliar la actual crisis de desempleo, precariedad laboral y desigualdad, agudizada por el covid. Además, permitirá, de una vez, reconocer que la vida de las personas no puede depender de su suerte en la lotería natural o social.

Todas las personas, independientemente de su habilidad o posibilidad para trabajar o generar recursos propios, deberían tener lo que se conoce como “derecho a la existencia”.

Finalmente, para las mujeres, el IBU tiene un atractivo especial. Puede ser la primera oportunidad real en la historia de reconocer el trabajo de cuidado que todavía realizamos gratuitamente. Puede ser una herramienta fundamental para combatir la pobreza y la desigualdad, que desafíe los sesgos androcéntricos sobre lo que constituye “trabajo”, a fin de valorar y recompensar explícitamente el cuidado.

El IBU debe ser periódico e incondicional desde el nacimiento, asegurando el “derecho de administración” para las o los cuidadores, de modo que, por ejemplo, una mujer con tres personas a su cuidado (dos hijos y un padre enfermo) podrá tener acceso a cuatro ingresos básicos completos, el propio y el de quienes dependen de ella, logrando con esto los ingresos necesarios para cuidar (por sí misma o delegando en profesionales del cuidado). Todo ello, sin tener que verse condenada a la pobreza, la precariedad y el abandono como —según muestran los datos— ocurre en la actualidad en nuestro país.

Un IBU con perspectiva de género podrá, además, mejorar los incentivos para que los padres también asuman estas tareas, pues reconocer que cuidar es un trabajo implica no solo remunerarlo, sino que mejorar su estatus simbólico. Mientras no se pague por el cuidado, se mantendrá a las mujeres masivamente marginadas de las actividades que la sociedad califica como prestigiosas, privándolas de gozar de ese bien incorpóreo tan relevante llamado "respetabilidad", es decir, los privilegios de quienes desempeñan roles valorados socialmente, como el de una médica o una ingeniera, pero nunca una cuidadora de niños o ancianos, o una "dueña de casa", por muy relevantes que estos trabajos sean para todos.

En fin, un IBU con género tiene el potencial no solo de combatir la pobreza extrema y reconocer el derecho a la existencia, sino de dignificar el trabajo de la mujer cuidadora y subvertir los roles de género, ahora indirectamente remuneradas y valorizadas por la sociedad.
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