“Lágrimas de Luna”, que desde fines de 2007 puede ser conocida a través de un libro del mismo nombre, está compuesta por cerca de 700 piezas que Jacqueline Domeyko Cassel recolectó en la pasada década.
Si bien su tatarabuelo, Ignacio Domeyko, fue un naturalista polaco que convivió y conoció en profundidad al pueblo mapuche a mediados del S XIX, esta decoradora no tuvo, hasta la adultez, ninguna vinculación con la etnia y muchos menos con su platería.
Pero el destino quiso que un descendiente de alemanes se acercara a su oficina de decoración y le insistiera en que la colección de platería que él poseía debía ser suya. “No la busqué, me la mandaron. Debo ser súper honesta, pero al igual que cualquier chileno, no sabía nada de la cultura mapuche; era de las que nunca dije que tenía un ancestro mapuche…”
-Con tus apellidos, menos.
“Efectivamente, siempre se le dio mucho valor a mi lado europeo, pero hoy reconozco que tengo un ancestro mapuche y entiendo de dónde vengo. Nada de esto me lo trasmitió alguien de mi familia.
“Este nieto de prestamistas alemanes –has de saber que la mayor colección de platería mapuche está en un museo de Berlín, porque ellos sí le dieron valor a las culturas originarias-, que me la vendió, me persiguió un año y yo durante un año traté de vendérsela a varios coleccionistas y nadie me pescó”.
Cada vez que Jacqueline presenta la colección destaca que para la mujer mapuche, sus joyas tienen tres dimensiones: una, ornamental, es decir, adornos para embellecerse; otra, de ordenamiento social por cuanto marca el status de la portadora. Y una tercera, metafísica, pues la platería la conecta con su mundo espiritual, religioso-animista.
-Los chilenos no tenemos muy presente el valor metafísico de esta platería.
“Sí, eso está fuera de nuestro consciente colectivo porque éste no tiene ningún elemento naturalista; visto de esa manera, la joyería para nosotros es joyería y la joyería occidental denota poder económico, básicamente; denota, en segunda instancia, belleza y posesión; esos son los valores occidentales.
“En cambio, las culturas naturalistas viven un escenario que es incierto en donde la naturaleza gobierna y todo lo que ocurre en la tierra es manejado por las divinidades. Por todo esto, viven en permanentes rituales a la naturaleza, con sacrificios, en los cuales piden perdón por haber ofendido a los dioses. En consecuencia, la platería es un medio de ceremonias; las joyas son elementos sagrados protectores que alejaban a los espíritus del mal”.
-¿Por qué la mujer mapuche la cede?
“La mujer mapuche se desprende de ella en última instancia; después de que la han despojado de la tierra, de todo, recién entonces agarra sus chapell (aros) o trapelakucha (pieza pectoral) y ni siquiera las vende, las empeña en un prestamista. Le dice usted me presta plata y yo voy a aprender a cultivar mi pedazo de tierra de otra manera, pero como no saben hacerlo, lo pierden todo y no logran recuperar sus piezas”.
-¿Cuánto queda de ella?
“El gobierno chileno mandó a comprar a valor de saco, por nada, toda la platería mapuche para fundirla y hacer monedas. El 80% de ese patrimonio fue fundido en los hornos de la Casa de Moneda”.
-¡Pero a la mapuche sus joyas le ordenan el mundo!
“Sí, le ordenan el mundo, por eso, sólo cuando llegan a una situación de desesperanza, la pasan. La joyería mapuche es básicamente sonora porque con ello se protegen de los demonios; los huincas no sabían que cuando ellos se acercaban, las mujeres mapuches exageraban sus movimientos para que sus joyas sonaran más y se alejara su mal espíritu. Son amuletos, elementos protectores, claman a la divinidad; por eso, en ciertos rituales se pueden usar algunas y en otros, ninguna. Todo está lleno de códigos y simbolismos”.
Explica que la joyería mapuche se hereda de la abuela a la nieta; si no hay, a la hija, pero el drama que encierra toda esta historia está en que los orfebres de platería mapuche –designados por las divinidades y los únicos que conocían los ideogramas y la posición que debían tener en cada pieza- murieron en la guerra de la pacificación, por lo que no traspasaron la tradición. “Ése es el fin de la platería mapuche”, sentencia.
“Este es un pueblo oral, no transcrito, por lo que esta historia fue siempre relatada en el fogón, en la ruca y los que tenemos la suerte de haber podido entrar en ese mundo, tenemos la obligación de difundirlo nuevamente”, afirma.
En este largo camino, que empezó cuando la pequeña colección del prestamista cayó en sus manos, hizo que Jacqueline se obsesionara y comenzara a impregnarse de labor que realizó Ignacio Domeyko entre los mapuches y todo lo relativo a esta etnia que dominó el sur de Chile. En esto, además, se ha hecho acompañar del médico, curador e investigador Raúl Morris von Bennewitz y de su marido, el publicista Boris Togcil, quien en un comienzo pensó que se había vuelto loca, pero que hoy la acompaña en todos sus recorridos.
-¿Cuál va a ser el destino de esta colección?
“Me gustaría sacar a “Lágrimas de Luna” fuera de Chile y que fuera una embajada cultural, una imagen de país. En un mundo globalizado, Chile necesita mostrar elementos diferenciadores y –aunque no tengo nada contra ellos- no pueden ser el salmón, el lapislazuli y el vino, porque en Holanda hay más salmón, en Afganistán el lapislazuli es más puro y en varios países del mundo hay mejores vino. No puede ser que nuestra identidad sean productos comerciales.
“Esto es imposible sola, esto debe ir de la mano de los empresarios, porque es un trabajo caro. Yo pongo la colección, pero hay que pagar seguros, el montaje; esto es una empresa titánica. Si todas las empresas participan y traen “Cuerpos y Cosmos” de México al Centro Cultural Palacio La Moneda, por qué no hacen lo mismo y llevan “Lágrimas de Luna” a la feria de vinos de Bordeaux. El mejor negocio de Perú es Machu Pichu y no es un producto”.