En el patio trasero de una vieja casa en Providencia, la última en una cuadra llena de edificios, con la pintura cayéndose de los muros y gruesos árboles deshojándose por el otoño, hay un ataúd alto, negro e incluso elegante, como traído de un futuro más limpio y próspero. Ahí dentro, los jueves, viernes y sábados por la tarde, no son pocas las personas que se acuestan, cierran los ojos, respiran profundo y experimentan en vida su propia muerte.
“Estamos muriendo, estamos muriendo, / lo único que podemos hacer ahora / es disponernos a morir / y construir el barco de la muerte, / para conducir al alma / en el más largo viaje”, escribió el poeta D. H. Lawrence poco antes de fallecer de tuberculosis. Yo estoy completamente sano, peso lo que tengo que pesar, mi colesterol es el de un recién nacido, y más allá del dolor de cabeza de los domingos en la mañana, que aparece justo después del desayuno como una especie de tráiler del lunes que se avecina, ningún mal ni enfermedad me aqueja.
Pero ahora, inmóvil, acostado en un ataúd cuya tapa tiene un espejo, y ese espejo mi propia imagen, acostada, inmóvil, muerta, escuchando en la penumbra los acelerados latidos de mi corazón, empatizo con Lawrence y la resignación de sus versos: lo único que puedo hacer ahora, pienso, viéndome en mi propio féretro, es disponerme a morir.
¿Pero por qué adelantar una experiencia supuestamente tan terrible, la más traumática y espantosa de todas? ¿Para qué simular la propia muerte si algún día, en algunos años, seguramente muchos –aunque a lo mejor mañana–, ese momento llegará y de nada habrá servido anticiparse cuando el corazón deje de latir, cuando la sangre se acumule en las extremidades y las bacterias invadan cada rincón del cuerpo para comenzar su putrefacción?
Antes de bajar la tapa, antes de cerrar los ojos y respirar profundo, antes incluso de acostarme en este cómodo sarcófago de madera forrado en tela, el psicólogo Ignacio Gutiérrez (28), creador y director de esta instalación llamada Velorio —un proyecto que se muestra hasta el 12 de junio en Casa Parque Villaseca y que lleva más de dos años evocando la experiencia de muerte y sus etapas— contestó esas preguntas.
“Investigando, llegué a varios estudios sobre experiencias cercanas a la muerte. Y noté que las personas que han muerto clínicamente pero que pudieron volver a la vida, vivieron una revitalización después de ese proceso. Al familiarizarse con la muerte pusieron en perspectiva su propia existencia y con eso sintieron mayores deseos de vivir”.
Algo en lo que estaría de acuerdo Dostoievski, quien después de estar a punto de morir condenado por el zar a una cárcel en Siberia, escribió: “El hombre es desgraciado porque no sabe que es feliz, ¡eso es todo! Si cualquiera llegara a descubrirlo sería feliz de inmediato. En este mismo minuto, todo es bueno”.
En Chile, según un estudio del Instituto de Sociología de la UC, el 72 por ciento de los chilenos piensa poco o nada sobre la muerte, y el 80 por ciento tampoco conversa ni habla de ella. “Una civilización que niega a la muerte”, dijo Octavio Paz, “acaba por negar la vida”, una reflexión aplicable a nuestro país, sobre todo si tenemos en cuenta que uno de cada cinco compatriotas, según la Organización Mundial de la Salud, ha sufrido síntomas de depresión en los últimos meses.
“Mi impresión es que hemos mecanizado casi todo, desde la producción hasta la vida misma”, me dijo Ignacio Gutiérrez, sentado a unos metros del ataúd, antes de mi experiencia de muerte.
“Abandonamos la religión, que había monopolizado la reflexión y el desarrollo de productos culturales para lidiar con la angustia de la muerte, y nos fuimos convirtiendo en un país laico. Pero en ese proceso nadie se encargó de generar estos productos ni se enfrentó a la pregunta sobre la muerte. ¿Por qué no hemos fundado como Estado un trabajo para lidiar con esto? Porque nos conviene estar desatentos a que nos vamos a morir. Si sabes que te vas a morir mañana, ¿irías a trabajar?”.